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Llamados a perseverar

A lo largo de su ministerio, el Señor Jesucristo vio cómo multitudes le seguían. Pero también observó cómo muchos de sus discípulos volvieron atrás y ya no andaban con él (Jn. 6:66). Éstos eran el grano de semilla que, sembrado en pedregales, brotó pronto prometedoramente, pero cuando salió el sol se quemó porque apenas tenía raíces (Mt. 13:5-6).

La experiencia ha mostrado que una de las virtudes más difíciles de mantener es la perseverancia, especialmente en el discipulado cristiano. Muchos creyentes son capaces de auténticas proezas en un momento dado, pero carecen de la energía suficiente para perseverar. En unos juegos olímpicos espirituales pueden ganar la prueba de los cuatrocientos metros, pero no una maratón. O quedarán postrados a mitad de la carrera o renunciarán a acabarla y la abandonarán. Pero esta defección es inadmisible en la carrera cristiana, pues sólo el que persevera hasta el fin será salvo (Mt. 10:22). Esta perseverancia, si nos atenemos al verbo original (Proskateréo) en el Nuevo Testamento significa no sólo continuidad, sino firmeza; es ocuparse de modo incansable en algo, ser fielmente adicto.

El tema es de gran actualidad, pues lamentablemente en muchas iglesias es preocupante el número de miembros que se alejan de ella o que, sin llegar a abandonarla, viven una vida espiritual raquítica e infructuosa. Abrumados por dudas, por problemas o simplemente por indiferencia, más que correr la carrera que les es propuesta (Heb. 12:1) parecen arrastrarse pesadamente por los caminos del Señor. Como consecuencia, su testimonio tiene muy poco de atractivo para que personas de su entorno no creyentes se interesen por el Evangelio.

En el campo de la experiencia cristiana se destacan cuatro áreas en las que debe ejercitarse la perseverancia: el credo, la oración, la comunión eclesial y el servicio.

Perseverancia en la fe

Los tiempos actuales no son muy propicios a la fe. El creyente ha de hacer frente a corrientes de pensamiento profundamente antagónicas al credo cristiano. Desde los días del Renacimiento hasta hoy han ido ganando terreno el humanismo y el racionalismo. El hombre es “la medida de todas las cosas”, idea que se ha acrecido con los avances científicos y tecnológicos. Y es el hombre quien, guiado por su razón y por la luz de las ciencias naturales, ha de definir la verdad con todos sus contenidos (doctrinales o éticos). Para los defensores más radicales de esta filosofía, toda creencia religiosa es una rémora para el progreso. Desde la existencia de Dios hasta la resurrección de Jesucristo, todo es negado o puesto en tela de juicio. De ahí la proliferación de ateos y agnósticos, muchos de los cuales ridiculizan las doctrinas esenciales del cristianismo y presionan por todos los medios a la sociedad para imponer sus opiniones.

Si a esto se añaden las dudas que, independientemente del entorno, suelen asaltar al creyente, o las inconsistencias que éste descubre en su propia vida y en la de otros cristianos, se comprenderá que necesita una elevada dosis de conocimiento y poder espiritual para perseverar en la fe.

También el problema de la injusticia y el sufrimiento le turba con frecuencia. Su teología no cuadra con la experiencia humana, y entonces piensa que en la providencia de Dios algo no funciona. O la sabiduría, el poder, el amor y las promesas de Dios no son tan maravillosos como se pensaba o la teodicea es un misterio indescifrable. Cualquiera de las dos opciones tiene efectos debilitantes sobre la fe. Éste fue el problema de Juan el Bautista. No podía entender que, si Jesús era el Mesías prometido, instaurador del reino de Dios, permitiera injusticias como la de su encarcelamiento. Hasta tal punto la oscuridad en este punto turbaba su fe que envió a dos de sus discípulos con un mensaje angustioso, una pregunta que le corroía el alma: ¿Eres tú el que había de venir o esperaremos a otro? (Mt. 11:3). La respuesta del Señor fue una referencia a las maravillas de su obra, que nadie podía negar. La grandeza del Cristo de los evangelios es tal que las dudas quedan acalladas. Y lo sublime de sus enseñanzas robustece la fe. Así lo experimentaron los discípulos que permanecieron junto a él cuando muchos otros le abandonaron. A la pregunta de Jesús, ¿Queréis iros vosotros también? dan los discípulos una respuesta conmovedora: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna (Jn. 6:67-68). Hagan lo que hagan otros, nosotros no dejaremos de andar en pos de ti. Eso es la perseverancia en la fe de Cristo.

Perseverancia en la oración

Mientras el creyente se mantiene en comunión con Dios mediante la escucha de su Palabra y la oración, está en condiciones de resistir los embates del adversario contra su fe. Por algo resaltó el Señor Jesucristo la necesidad de orar siempre y no desmayar (Lc. 18:1). También en los escritos apostólicos se enfatiza la práctica de la oración (Ro. 12:12; 2 Co. 1:11; Col. 4:2; Col. 4:12, entre otros).

El cristiano normalmente reconoce el valor de la plegaria, pero no pocas veces tropieza con dificultades para dedicarse a ella más asiduamente, con más fervor y confiando en su efectividad. Sucede esto especialmente en tiempos de sequía espiritual, cuando se ora fríamente, sin convicción, con la sensación de que la oración no va más allá del techo. Aun en esta situación, conviene no renunciar a medio tan importante para la comunicación con el Padre celestial. Si se mantiene la perseverancia en este terreno, la experiencia sombría de un orar sin confianza en un estado de debilidad espiritual cesará para dar lugar a otro de fervor renovado en que el estar siempre gozosos va emparejado con el orar sin cesar (1 Ts. 5:16-17). Con esta renovación el creyente recupera la certidumbre de que los ojos del Señor están sobre los justos, y atento sus oídos al clamor de ellos (Sal. 34:15), y hace suyas las palabras del salmista que atestiguan esa confianza: En cuanto a mí, a Dios clamaré... tarde y mañana y a mediodía oraré y clamaré, y él oirá mi voz (Sal. 55:16-17).

Perseverancia en la comunión eclesial

Es tan bello como ejemplar lo que en el libro de los Hechos leemos sobre la primitiva iglesia de Jerusalén: sus miembros perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones... Y perseverando unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casa, comían juntos con alegría y sencillez de corazón (Hch. 2:42-46).

Ese testimonio merece un comentario más extenso que el permitido por lo limitado de este espacio. Destaquemos lo esencial. En aquella iglesia, sus primeros miembros y los convertidos que le fueron añadidos el día de Pentecostés se sentían fuertemente unidos por una misma fe, una común esperanza y un amor antes desconocido. Se sentían como una gran familia y anhelaban vivamente estar juntos, en el templo o por las casas. Y juntos eran instruidos en la enseñanza de los apóstoles; mantenían una comunión de sentimientos. Todos y cada uno se interesaban por el resto de sus hermanos y así, en la medida de lo posible, eran suplidas todas las necesidades (espirituales, emocionales y físicas) de la comunidad. En aquella comunión cristiana ocupaba un lugar muy especial la participación en el culto (partimiento del pan, oraciones y, muy probablemente, el cántico de salmos e himnos).

Millares de cristianos hoy podrían referir experiencias de bendición vividas en la comunión de los fieles y en el culto, todo ello fuente de gozo. A semejanza de los antiguos israelitas piadosos, se alegran con quienes les dicen: A la casa del Señor iremos (Sal. 122:1). Deplorablemente ese ardiente suspirar por los atrios del Señor (Sal. 84:2) demasiadas veces se ha convertido en desinterés y frialdad. Tal vez porque han tenido problemas en la iglesia (en no pocos casos por su propia culpa). Pensar en el día del Señor y en la participación cúltica viene a ser para ellos tedio, por lo que su presencia entre los hermanos sólo se ve muy de tarde en tarde. Todo da la impresión de que han perdido su primer amor (Ap. 2:4) ¡Situación grave! (Ap. 2:5).

Este fenómeno puede ser uno más de los efectos del secularismo. Muchos creyentes viven hoy fuertemente influenciados por el estilo de vida de quienes no lo son. La vida resulta demasiado ajetreada, estresante. Consecuentemente, tras una semana de trabajo (normalmente ahora, cinco días), se piensa que el ocio, con la desvinculación de toda clase de actividades, es una necesidad de primer orden para no sucumbir en el género de vida que se han creado, ¡como si no lo hubiese sido también el de nuestros antepasados en la fe, agobiados por trabajos mucho más fatigosos! En las iglesias hay dos clases de miembros: los comprometidos y los visitantes; muchos de estos últimos parecen pensar que es suficiente asistir a la iglesia una vez al mes o cada dos meses, lo indispensable para que los dirigentes de la iglesia no los llamen al orden a fin de regular su vida eclesial. Dicen que, en último término, no necesitan la iglesia para mantener su fe. Puro sofisma. Demasiadas veces se ha visto que el creyente que empieza alejándose de su iglesia acaba perdiendo su fe.

Hoy, como en el primer siglo del cristianismo, es urgente atender a la admonición hecha por el autor de la carta a los Hebreos: No dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos, y tanto más cuanto que veis que aquel día (el día de la segunda venida de Cristo) se acerca (Heb. 10:25). Recuerden los ausentes de la casa del Señor lo mucho que pueden perder con su modo impropio de entender la comunión de los santos. El desanimado Tomás, ausente el día en que el Señor resucitado se apareció a los discípulos en el aposento alto, necesitó una semana más para el reencuentro con él y con ellos que pondría fin a su crisis de fe (Jn. 20:24-29).

Recordemos de nuevo la iglesia madre de Jerusalén. Perseveraban todos unánimemente en el seno de la comunidad de Jesús.

Perseverancia en el servicio

Así que, hermanos míos amados, estad firmes y constantes, creciendo en la obra del Señor siempre, sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no es en vano (1 Co. 15:58). Estas palabras del apóstol Pablo son otro llamamiento a la perseverancia, esta vez referida al servicio cristiano.

La obra de Cristo en el mundo ha tenido continuidad mediante sus discípulos. Ellos son los instrumentos para la extensión del Evangelio, la edificación de la Iglesia y el avance de su Reino. Ello constituye la gran viña a la cual son enviados sus obreros (Mt. 20:1; Mt. 21:28). Esta misión implica a todos los cristianos, como se desprende de la parábola mencionada (Mt. 20:1-16). En el seguimiento de Cristo no hay lugar para los ociosos. Aunque en la Iglesia cristiana ha habido siempre ministerios especiales, todo creyente debe estar comprometido con la obra del Señor. No todos seremos apóstoles, pastores o maestros, pero todos podemos ser colaboradores (Fil. 1:7).

En la obra de Dios el creyente halla una fuente maravillosa de satisfacciones, como lo atestigua el testimonio de muchos. No obstante, es motivo de pena ver cristianos que se desentienden de su deber de colaborar. Algunos piensan que el trabajo en la “obra” es cosa de otros. Están en la viña en plan de espectadores, no de colaboradores. Otros entienden que deberían ser más activos, pero determinadas experiencias los paralizan: problemas de relación con algún hermano o con los dirigentes de la iglesia, ejemplos poco estimulantes, absorción total en actividades seculares o simplemente cansancio. Cualquiera de esas causas lleva al creyente a una retirada del campo de trabajo que lo sume en una indolencia improductiva.

Numerosos textos de la Palabra de Dios tienen por objeto evitar que caigamos en semejante situación o sacarnos de ella si ya hemos caído (Heb. 10:35-39, Heb. 12:12; Gá. 6:9, entre muchos otros). Todos ellos se resumen en el versículo señalado anteriormente (1 Co. 15:58). Y todos nos animan a perseverar activos en el servicio del Señor.

Tenga la palabra final Cristo mismo: Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida (Ap. 2:10).

José M. Martínez
 


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