Pensamiento CristianoJosé M. Martínez y Pablo Martínez Vila
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Junio 2004
Psicología y Pastoral
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Los creyentes también lloran

«Tampoco queremos, hermanos, que... os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza» (1 Ts. 4:13)

«¿Puede llorar un creyente? ¿No es ello expresión de una fe pobre? ¿Cuál es la reacción correcta de un cristiano durante el luto?» Estas preguntas, muy frecuentes, reflejan la confusión existente en un tema que tiene muchas repercusiones prácticas en la vida de fe. Por ello necesitamos conocer qué dice la Palabra de Dios al respecto.

Cuando el creyente pierde a un ser querido, tiene muchos motivos de consuelo. Sabe que Cristo ha cambiado el sentido de la muerte, que ya no es el final de todo sino la transición a una vida «mucho mejor» (en palabras de Pablo). Sabe que la resurrección de Cristo nos da una esperanza firme de que volveremos a encontrarnos en «cielos nuevos y tierra nueva». Son muchas las promesas que mitigan la desesperación del creyente en los momentos de luto.

Sin embargo, a pesar de los numerosos motivos de esperanza y del consuelo de la fe, ni aun el más fuerte de los santos puede evitar el dolor de la separación cuando pierde a un ser querido. Esta fue la experiencia del mismo Señor cuando, ante la tumba de Lázaro, lloró abiertamente. Las lágrimas de Jesús por la muerte de su amigo son altamente reveladoras. Nos enseñan varias lecciones esenciales para entender el proceso del duelo y «llorar con los que lloran» de forma adecuada:

La muerte no es algo natural, sino todo lo contrario: es un hecho antinatural porque no fuimos creados para morir, sino para vivir. Está lejos del plan original de Dios al crear al ser humano. La muerte es «normal» en el sentido que afecta a todos, es una experiencia universal; pero es antinatural y repulsiva en su misma esencia. La Palabra de Dios nos define la muerte claramente como un enemigo, «el último enemigo». Por ello siempre nos costará aceptar algo que va en contra de la imagen Dios en nosotros, en contra de este sello de eternidad del que nos habla el autor de Eclesiastés: «Ha puesto eternidad en el corazón de ellos» (Ec. 3:11).

Lo natural es el dolor ante la muerte. De lo expuesto anteriormente se deduce que nuestra reacción espontánea ante la muerte sea de dolor y de rechazo. ¡Esto sí que es natural! Aquí es donde empezamos a entender que los creyentes también lloran. Lloramos porque el trauma de la separación, en sí mismo, es idéntico al del no creyente. La esperanza firme en una vida nueva con Cristo no detiene de forma automática las lágrimas. La Biblia es muy realista cuando nos narra de la manera más natural el duelo de grandes siervos de Dios, desde los patriarcas hasta los ancianos de la iglesia de Efeso. De ellos nos dice Lucas que «hubo gran llanto de todos; y echándose al cuello de Pablo le besaban, doliéndose en gran manera por la palabra que dijo de que no verían más su rostro» (Hch. 20:37-38).

La fe cambia la naturaleza de nuestras lágrimas. Después de todo lo dicho, sería erróneo concluir que el duelo de un creyente es igual al de la persona sin una fe personal en Cristo. ¡En absoluto! La fe cambia profundamente la forma de llorar. Lloramos, sí, pero lloramos de manera diferente, lloramos con esperanza. Porque hay dos «tipos» distintos de lágrimas: las que surgen de un corazón desasosegado, destrozado por la desesperanza de ver en la muerte el final de todo. Son lágrimas vacías, o quizás podríamos parafrasear a Hemmingway en uno de sus escritos, diciendo que son lágrimas «llenas de nada». Pero también hay lágrimas que coexisten con la serenidad y la paz de saber que la muerte no sólo no es el final, sino que es precisamente el comienzo de todo. Son lágrimas llenas de esperanza. Brotan de la mejilla de aquel que cree firmemente en la victoria de Cristo sobre la muerte en la cruz.

¿Cómo hay que llorar entonces?

El apóstol Pablo, en el pasaje que encabeza este escrito, alude a estas dos formas distintas de llorar: con o sin esperanza. Ahí radica la clave para un duelo adecuado, propio de un creyente, un duelo que, en palabras de J. Packer, «santifique a Dios». Porque podemos santificar a Dios en todas nuestras actitudes y experiencias, desde las más gozosas hasta las más tristes.

Vamos, por tanto, a analizar seguidamente de qué maneras prácticas podemos expresar este duelo con esperanza. ¿Cómo conseguir el equilibrio entre el dolor natural y la serenidad de la fe? Para ello consideraremos un ejemplo bíblico, Esteban, el primer mártir de la Iglesia Primitiva. Aunque no se trate de un caso de duelo en sentido estricto, la forma como afrontó la muerte este gran hombre de fe nos marca el camino a seguir. Lo hemos escogido como modelo porque en su martirio Esteban llevó a su máxima expresión tres actitudes que todo creyente debería manifestar ante la muerte:

Sin amargura. Esteban tenía muchas razones para sentir odio hacia los que le apedreaban de manera tan brutal como injusta. Podía haber muerto maldiciendo a sus enemigos o incluso acusando a Dios con amargura por su «silencio» y su lejanía en la hora de la muerte. Esta reacción habría sido perfectamente comprensible ante una multitud de personas que «se enfurecían en sus corazones y crujían sus dientes contra él» (Hch. 7:54). Lejos de ello, reparemos en las últimas palabras de Esteban momentos antes de expirar: «Y puesto de rodillas, clamó a gran voz: Señor, no les tomes en cuenta su pecado. Y habiendo dicho esto, durmió» (Hch. 7:60).

Con paz. «Entonces todos los que estaban sentados en el concilio, al fijar los ojos en él, vieron su rostro como el rostro de un ángel» (Hch. 6:15). Le acababan de acusar con calumnias graves (Hch. 6:11-12) que implicaban una muerte segura. Este complot para quitarle la vida se originó en la intensa envidia de los supuestos líderes religiosos del momento: «Pero no podían resistir a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba» (Hch. 6:10). Sin embargo, aun en medio de esta turba malvada y sin escrúpulos, Esteban mostró tal serenidad y sosiego de espíritu que la gente alrededor descubrió algo singular, excepcional en este varón de Dios: su rostro era como el rostro de un ángel. La pregunta es inevitable: ¿cómo puede un hombre en estas trágicas circunstancias tener una paz tan profunda? La respuesta está en la fe.

Con fe. En tiempos de aflicción, la fe nos hace alzar la vista al cielo: «Pero Esteban, lleno del Espíritu Santo, puestos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús que estaba a la diestra de Dios. Y dijo: He aquí veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios» (Hch. 7:55-56). Si Esteban hubiese centrado su atención en los que le calumniaban y en la injusticia tremenda que sufría, casi seguro que habría reaccionado de modo diferente. Pero había aprendido una lección que es vital en momentos de tribulación y en especial a la hora de afrontar la muerte: la fe mira hacia arriba, no hacia abajo. Esta fue la experiencia de Moisés, quien por la fe «se sostuvo como viendo al Invisible» (Heb. 11:27). Uno de los peores enemigos en el sufrimiento es la autocompasión. La autocompasión suele ser el resultado de un exceso de introspección, mirar demasiado dentro de uno mismo. Y el exceso de introspección, a su vez, lleva a la desesperación: «¡Pobre de mí, qué injusto es esto!». En el duelo es necesario mantener el equilibrio entre una auto-observación ponderada –mirar dentro de mí me permite entender qué me pasa- y mirar hacia arriba donde está sentado Aquel que provee «la esperanza puesta delante de nosotros, la cual tenemos como segura y firme ancla del alma». Los que son capaces de asirse de esta esperanza, «tendrán un fortísimo consuelo» (Heb. 6:18-19).

La Biblia, no obstante, es muy realista. Después de la muerte de Esteban hay un hecho que no debe pasarnos desapercibido: la reacción de luto de los discípulos. «Y hombres piadosos llevaron a enterrar a Esteban, e hicieron gran llanto sobre él» (Hch. 8:2). ¿Por qué tenían que llorar si su amado hermano estaba con el Señor? ¿Acaso la gloriosa visión del cielo que Esteban acababa de tener no era una confirmación de su fe? ¿Acaso la reciente resurrección de Jesús, con sus posteriores apariciones, no estaba fresca en su memoria? Entonces, ¿por qué lloraban? La fe no excluye el duelo. La reacción de llanto de los discípulos era normal y necesaria. «Hay un tiempo para todo y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora» dijo el autor del Eclesiastés. Ante la muerte hay un tiempo para la expresión robusta de la fe, como hizo Esteban; pero también hay tiempo para llorar. Las lágrimas no son señal de una fe débil. Son la muestra de que el lado más duro de la muerte –la separación- ha tocado la fibra más sensible del corazón humano.

«Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación»

No podemos olvidar, al concluir, estas palabras del Señor, claras y rotundas, pronunciadas como parte de las Bienaventuranzas del Sermón del Monte. En realidad, contiene la mejor respuesta a aquellos creyentes que piensan, erróneamente, que llorar no es propio de un cristiano maduro. En esta afirmación encontramos varias implicaciones prácticas muy alentadoras en tiempos de aflicción. El Señor Jesús nos enseña que:

  • El hecho de llorar es algo natural, lo da por supuesto. No necesita justificar su afirmación ni dar explicaciones. Así de simple: las lágrimas son la forma más natural y sencilla de expresar el duelo. Jesús no reprende a los que lloran, sino que ¡los llama bienaventurados, felices!
  • Llorar no sólo no es negativo, sino que se considera deseable. Viene incluido en una lista de cualidades positivas del carácter tales como la mansedumbre, la pureza de corazón o el ser pacificador.
  • El duelo, llorar, no es incompatible con la «bienaventuranza» o felicidad en el sentido bíblico. Podemos estar muy afligidos por la muerte de un ser querido y, al mismo tiempo, conservar la actitud de serenidad y de paz que tuvo Esteban.
  • Esta felicidad del afligido es algo más profundo que un sentimiento; es la convicción de que nada ni nadie, «ni la muerte... ni lo presente ni lo por venir nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús» (Ro. 8:38-39).
  • La felicidad del afligido viene del hecho de que recibirá consolación. Esta promesa de consuelo es la llave que cambia algo negativo a primera vista –las lágrimas- en una bendición.

Por tanto, aun en medio del luto, el creyente se considera bienaventurado. Es verdad que duele por un tiempo, y a veces duele mucho, porque el dolor de la muerte es universal. Pero el duelo tiene fecha de caducidad. El creyente llora, sí, pero llora «feliz» –bienaventurado- porque es capaz de contemplar la muerte desde una óptica totalmente distinta. Vislumbra el otro lado de la muerte, aquella perspectiva luminosa de una vida con Cristo para siempre «quien enjugará toda lágrima de los ojos y donde no habrá más muerte, ni llanto, ni clamor ni dolor, porque las primeras cosas pasaron» (Ap. 21:3-4). Llora con esperanza; vive consolado.

Pablo Martínez Vila
 


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