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Octubre 2004
Vida Cristiana y Teología
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Sobre el pecado, la culpa y el perdón

En la época en que vivimos, pocos conceptos han sido tan desfigurados y tan tenidos en poco como el de pecado. Para muchos esto es una idea anticuada, cargada de reminiscencias pueriles, impropia de personas maduras. No faltan quienes se burlan de él o lo ven como un freno para privar al ser humano de sus goces más sabrosos. Para ellos, Dios, con su condenación de todo lo pecaminoso, es un aguafiestas. Sin embargo, nada hay más real, más serio y más grave que el pecado. Prescindamos por un momento de nombres y conceptos y echemos una ojeada al mundo en que vivimos. Y ¿qué vemos? Ambiciones sin cuento, soberbia, violencia, opresión, insolidaridad, injusticia... Como consecuencia, guerras, incremento de la pobreza, violencia familiar en multitud de hogares, infidelidades, relajación sexual; frecuentemente, en muchos lugares, vulneración de los derechos humanos más fundamentales. Llámese a todo eso como se quiera: imperfección en el proceso evolutivo de la humanidad, incultura, estructuras sociales ineficaces. La Biblia lo incluye todo bajo una sola palabra: pecado.

Esencia y universalidad del pecado

La Biblia es explícita cuando afirma que el pecado es «transgresión de la ley» (1 Jn. 3:4). Así se ve en el primer pecado cometido en el mundo. Dios, al crear la primera pareja humana, la había rodeado de todo lo necesario para su felicidad. Pero al disfrute de innumerables placeres había impuesto un límite: no podrían comer del fruto prohibido (Gn. 2:16-17). Muchas personas piensan que las prohibiciones de Dios cercenan la libertad plena del hombre. Pero ya se vio lo que sucede cuando el hombre hace mal uso de su libertad. El desastre en el Edén no pudo ser mayor. En realidad, los mandamientos divinos son comparables a los carriles de la vía férrea. Lejos de limitar la velocidad del tren, la facilita; salirse de ellos equivale a una catástrofe. Y catastrófico es el estado del mundo desde que el hombre decidió usar su libertad para desobedecer a su Creador.

No debe pensarse, sin embargo, que el pecado fue el problema de un individuo que arrastró en las consecuencias de su transgresión a toda su descendencia, pues, como dice el apóstol Pablo, «todos pecaron» (Ro. 5:12). Y «por cuanto todos pecaron, todos están destituidos de la gloria de Dios» (Ro. 3:23). No faltan quienes se resisten a aceptar estas afirmaciones bíblicas. Muchos se consideran «buenas personas» que no han hecho nunca mal a nadie. ¿Cómo puede Dios condenarlos? Pero si pensamos que pecado es no sólo el acto prohibido, sino también las actitudes de enemistad (Mt. 5:23-24), la palabra hiriente (Mt. 5:22), la mirada lasciva (Mt. 5:27-28), ¿quién puede considerarse justo y sin tacha? Penetrante como un dardo en la conciencia fue lo dicho por el Señor a los hombres que acusaban a una mujer de adulterio manifiesto: «El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella» (Jn. 8:7).

El aguijón de la culpa

Si el pecado es el acto de transgresión de la ley divina, la culpa es la carga de responsabilidad que recae sobre quien lo comete. Tan antigua como el ser humano es la tendencia a descargarnos de esa responsabilidad. Ya al principio, cuando Adán y Eva habían desobedecido y fueron interpelados por Dios, no reconocieron que la infracción de su ley era fruto de su codicia. Buscaron chivos expiatorios para librarse de culpa. «La mujer que me diste» dijo Adán; «la serpiente», dijo Eva. Es que el reconocimiento de la culpa propia es una insufrible tortura para la conciencia. David, después de haber cometido dos graves pecados (adulterio y asesinato de Urías - 2 Sa. 11) trató de ocultarlos. Decisión que lo atormentó de modo que hubo de confesar. «Mientras callé,se consumieron mis huesos en mi gemir todo el día» (Sal. 32:3). Este sufrimiento sólo tiene una salida: reconocimiento del pecado y confesión del mismo. ¡Qué alivio debió de sentir David cuando ante el profeta Natán pronunció la única palabra que lo podía tranquilizar: «PEQUé contra Yahvéh» (2 Sa. 12:13).

El hombre moderno también rehuye la asunción de culpa cuando peca. O bien niega que lo que ha hecho sea una falta o atribuye su mala acción a causas ajenas a su voluntad: ignorancia, circunstancias desfavorables, incitación de malos consejeros, fuertes propensiones implantadas en su código genético, etc. Pero es inútil tratar de esconderse de Dios. De una manera u otra, más tarde o más temprano, él pondrá al descubierto la falta cometida, y el infractor tendrá que asumir la culpa y el juicio condenatorio de Dios (Gn. 2:17; Ro. 5:12; Ro. 6:23).

La liberación del pecado y de la culpa

Porque Dios es santo y justo, ha de castigar el pecado. Pero, porque es misericordioso, hace todo lo necesario para salvar al pecador. Es una admirable realidad el significado del nombre JESúS. él «salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt. 1:21). ¿Cómo? Mediante su muerte en la cruz como sustituto de los pecadores (2 Co. 5:21). El resumen más precioso del Evangelio es un texto conocidísimo del Evangelio de Juan: «De tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo unigénito para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida terna» (Jn. 3:16). Lo entregó a muerte en la cruz para efectuar la expiación del pecado y lograr así una perfecta propiciación que satisface la justicia divina (Ro. 3:24-26). Por eso Juan el Bautista, con aguda visión profética, al ver a Jesús, declaró: «He aquí el cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn. 1:29). El apóstol Juan escribió acerca de quienes viven en la luz de Dios: «La sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado» (1 Jn. 1:7). Y Pablo afirmó con acento triunfal: «Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús» (Ro. 8:1). Esta última frase es de importancia capital. Los que están en Cristo Jesús son aquellos que, arrepentidos de sus pecados, los confiesan a Dios, imploran su perdón y, mediante la fe quedan unidos a Cristo, Maestro, Redentor y Señor. La muerte de Cristo no aprovecha a quienes desoyen las invitaciones del Evangelio y siguen instalados en el pecado, indiferentes -u hostiles- a Dios. «El que cree en él no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito Hijo de Dios» (Jn. 3:18)

Por Cristo, Dios nos salva de la culpa del pecado. Y también de sus consecuencias: enemistad con Dios, exclusión de la comunión con él, pérdida del dominio propio, esclavitud moral (Jn. 8:34), vida sin sentido, zarandeada por toda suerte de pasiones e infortunios (Ro. 6:19); finalmente: muerte eterna (Mt. 25:46).

Pero Dios no nos salva sólo de las consecuencias del pecado; nos salva también del pecado mismo (Ro. 6:17-18). El creyente en Jesucristo, el verdadero discípulo suyo, experimenta un cambio profundo a raíz de su conversión, equivalente a una nueva creación (2 Co. 5:17). El que maldecía, bendice; el que era propenso a la ira, siente la influencia de la mansedumbre de Cristo (Ef. 4:26); el que robaba, deja de robar (Ef. 4:28), el libertino abandona su vida desordenada para vivir conforme a las normas de la Palabra de Dios (Ro. 6:19). Esa transformación tiene dos manifestaciones. Una, instantánea; la otra, parcial y progresiva. Tan pronto como una persona se convierte a Cristo deja sin demora y por completo de hacer cosas que antes hacía, sin esperar a una experiencia espiritual más profunda. No puede, por ejemplo, dejar de blasfemar, de robar, de estafar o de adulterar por etapas, paulatinamente, o disminuyendo la frecuencia con que anteriormente practicaba esos pecados. La ruptura con ellos ha de ser radical e inmediata. Pero esta fase inicial de la transformación del creyente no significa que éste deja de pecar en un sentido absoluto. Hay aspectos de su personalidad y de su conducta que experimentan la transformación de modo progresivo por la acción del Espíritu Santo y de la Palabra. Pretender en un momento dado que ya hemos llegado a la meta de la santificación, a la perfección sin tacha, sería un gran error. «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros» (1 Jn. 1:8).

Esa dualidad de manifestaciones en la transformación del creyente causa cierta turbación a algunos cristianos sinceros, por lo que conviene una aclaración.

El pecado y la culpa en la vida del creyente

Podemos asegurar que el cambio que se opera en la persona convertida a Cristo es una experiencia innegable. Pablo, escribiendo a los cristianos de Corinto, menciona a quienes en otro tiempo se permitían perversiones sexuales, a idólatras, avaros, maldicientes, estafadores... y a renglón seguido declara: «Y esto erais algunos, mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús y por el Espíritu de nuestro Dios» (1 Co. 6:9-11). Sin embargo, todavía quedan residuos pecaminosos en la vida de todo creyente. Su vieja naturaleza subsiste, con sus instintos naturales y con los rasgos temperamentales que tenía antes de su conversión. El hecho de que esos residuos tengan como causa factores innatos en nosotros no nos exime de responsabilidad moral. No podemos excusarnos diciendo: «Estoy hecho así; es mi naturaleza...». Es precisamente en este campo donde el espíritu ha de librar una lucha sin tregua contra la carne (Gá. 5:19-24). En ese combate frecuentemente somos derrotados, pero muchas veces salimos victoriosos. A la victoria debemos aspirar siempre.

El hecho de que el pecado aún se manifieste de diversas formas en nosotros puede tener en nuestra conciencia efectos dispares. Unas veces induce a la racionalización de nuestros deslices, incluso a la justificación de lo que hemos hecho mal. Denotando una clara insensibilidad espiritual, vivimos tranquilamente una vida cristiana gris, tibia, de muy pobre testimonio. De este modo deshonramos al Espíritu Santo, enviado por Dios el Padre para la regeneración y santificación del creyente. ¡Que no se canse el Espíritu Santo de nosotros!

En el polo opuesto se halla el creyente hipersensible, frecuentemente torturado por escrúpulos de conciencia a causa de acciones, palabras, pensamientos o sentimientos que en sí no son pecado, pero que la lente oscura de su mente le hace ver con una gravedad que no tiene. Es víctima de una conciencia mórbida, lo que espiritualmente siempre daña. La salida de este terreno peligroso se halla por el camino del equilibrio espiritual, mediante una comprensión clara de la enseñanza bíblica al respecto:

Es verdad que el pecado todavía tiene raíces en el creyente. Es verdad que «si decimos que no hemos pecado, hacemos a Dios mentiroso y su Palabra no está en nosotros» (1 Jn. 1:10). Pero también es cierto que «si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda iniquidad» (1 Jn. 1:9).

Hay en la Escritura una metáfora en extremo sugerente: Dios arroja todos nuestros pecados a lo profundo de la mar y nunca más se acuerda de ellos (Mi. 7:19; Is. 43:25). Cierto comentarista, atinadamente y con cierto humor, añadió que además Dios puso un letrero en la playa con la inscripción «Prohibido pescar». Cierto. Lo que Dios ha hecho desaparecer en las profundidades del pasado ningún hombre puede sacarlo a la superficie del presente o del futuro.

Como pueblo redimido y perdonado, bien podemos unirnos para cantar juntos el corito aprendido en los días de nuestra adolescencia:

¡Salvado soy! ¡Aleluya!
Salvado soy.
Mis culpas y pecados
por Cristo son borrados
¡Aleluya! ¡Salvado soy!

José M. Martínez
 


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