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Diciembre 2004
Navidad
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Las maravillas de la Navidad

Una vez más el curso imparable del tiempo nos introduce en el mes de la Navidad. Por todas partes se ven innumerables luces, ornamentos en las calles y, sobre todo, una actividad febril de carácter comercial. Para muchos la fiesta de Navidad es la más entrañable por su fuerza evocadora de hermosos recuerdos familiares. Con todo, es para la mayoría una fiesta vacía. Ha perdido lo más importante: el recuerdo agradecido de Aquel que nació en un establo de Belén para nuestra salvación. Por eso, más que una fiesta cristiana, la Navidad es una fiesta profana. Y profanadora, pues trivializa lo esencial de su mensaje. Debiera ser la más espiritual y es la más carnal. Debiera mover a la meditación y, por el contrario, incita a la diversión, a la satisfacción de instintos tan primarios como comer y beber, frecuentemente sin freno. La Navidad, tal como se celebra hoy, es una exhibición de folklore sensual y consumista que oculta el significado del acontecimiento más maravilloso de la historia.

Pero ¿qué significa realmente la Navidad? ¿En qué consiste lo auténticamente maravilloso de aquel nacimiento que iluminó gloriosamente al mundo? A la luz del texto bíblico de Lucas 2, observamos tres grandes maravillas:

I. La maravilla de la providencia divina (Lc. 2:1-7)

Se puso de manifiesto en la orden imperial de empadronamiento. ¡Qué gran contratiempo para José y María! El viaje de Nazaret a Belén era largo, duro y peligroso. Especialmente penoso había de ser para María, dado su estado. ¿Por qué permitía Dios esta prueba precisamente en la experiencia de una mujer a la que el ángel Gabriel había saludado con el calificativo de «muy favorecida» y a quien hizo una declaración alentadora: «El Señor está contigo»? (Lc. 1:28). ¿Estaba con su escogida y permitía una penalidad tan angustiosa?

En todos los tiempos ha habido creyentes fieles que, sometidos a grandes sufrimientos, se han hecho la pregunta que otros antes se han repetido mil veces: «Si Dios me ama tanto, ¿por qué lo permite?» No siempre Dios da una respuesta a este interrogante. Pero a veces sí. Y siempre se ve, al final, que su providencia en todos los casos se desarrolla conforme a propósitos sabios y siempre henchidos de bondad. Tenía razón Pablo cuando escribía: «A los que a Dios aman todas las cosas cooperan para bien» (Ro. 8:28).

En el caso de José y María, era de enorme importancia que Jesús naciera en Belén, la ciudad de David. Sólo así se cumpliría la profecía de Miqueas (Mi. 5:2). Por su propia iniciativa, José y María no habrían emprendido el viaje a Belén; pero el edicto imperial les obligó a ello. Pero en último término tampoco fue el emperador el causante del viaje. Controlando todos los acontecimientos estaba soberanamente Dios. A menudo su providencia aparece a nuestros ojos como un misterio inquietante, torturador; pero el gobierno supremo de cuanto acontece finalmente está en las manos de Dios. Es una realidad gloriosa que se manifiesta tanto en la vida individual del creyente (así se ve en el caso de José, hijo de Jacob), como en la historia del pueblo de Dios. Dirigiendo el curso de todo cuanto acontece, desde lo alto de su soberanía, el Señor dice a los suyos atribulados en medio de la tempestad: «Soy yo, no tengáis miedo» (Mt. 14:27).

II. La maravilla de la gracia (Lc. 2:8-9)

Es asombroso que el nacimiento de Jesús, el hecho más trascendental de la historia, fuese anunciado a unos sencillos pastores. Quienes se dedicaban en Israel al pastoreo de ganado constituían una clase baja y menospreciada por los líderes políticos y religiosos a causa de su incapacidad para cumplir las prescripciones rituales establecidas por los escribas y los fariseos. Lo lógico humanamente habría sido que el nacimiento del que había de ser «Rey de Israel» hubiese sido comunicado por los ángeles en el templo, a los sacerdotes, o en el palacio de Anás, sumo sacerdote y presidente del Sanedrín. Pero Dios tiene pensamientos muy superiores y a menudo del todo opuestos a los nuestros. Así es cuando de grandeza se trata. Él humilla al que se ensalza y ensalza al que se humilla (Lc. 14:11). Algo de esto pudieron ver los creyentes de Corinto, a quienes escribió Pablo: «Mirad, hermanos, vuestro llamamiento, que no sois muchos sabios según la carne. Ni muchos poderosos, ni muchos nobles, sino que escogió Dios lo necio del mundo para avergonzar a los sabios, y lo débil del mundo para avergonzar a lo fuerte, y lo que no es para anular lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia» (1 Co. 1:26-29).

Por eso la «buena nueva» del nacimiento de Cristo no fue comunicada a los «grandes» de Jerusalén, sino a los desdeñados pastores de Belén. Algo semejante sucede hoy. Sabios y filósofos, incluso algunos «teólogos»(!), se burlan de los relatos bíblicos, mientras que creyentes sencillos, por la misericordia de Dios, se gozan porque un día glorioso nació su Salvador y Señor. Aquel bebé era el «don inefable» de Dios al mundo (2 Co. 9:15). Pero lo más maravilloso es que cada creyente en Cristo puede decir: «La gracia de Dios un día me alcanzó también a mí», tan pobre, tan pecador. En esa realidad se goza y, jubiloso, canta:

Me gozo en Jesús,
que su trono de Luz
dejó por comprar
mi salud en la cruz.

Ese es el gozo que debe infundir el hecho de la Navidad.

El apóstol Pablo expuso magistralmente el misterio de la encarnación del Hijo de Dios: «Cristo, siendo en forma de Dios, no consideró el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y hallado en su porte exterior como hombre, se humilló a sí mismo, al hacerse obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fil. 2:6-8).

Ahora, en virtud de la humillación redentora de Cristo, la salvación es riqueza poseída por todo aquel que cree en él y le sigue. Pero esta fe y este seguimiento implican humillación por nuestra parte si reconocemos que somos pecadores indignos del favor de Dios. Humillados, nos despojaremos de nuestro orgullo y de toda idea de mérito. Simplemente confesaremos nuestros pecados a Dios y rogaremos como el publicano de la parábola: «Dios, sé propicio a mí, pecador» (Lc. 18:13). La iglesia de la Natividad en Belén tiene una particularidad curiosa: la puerta de acceso al templo es de tan escasa altura y tan estrecha que para entrar es necesario agacharse. Es que, como alguien ha dicho, el Reino de Dios es «un lugar no apto para mayores». Hay que hacerse niño. Hay que humillarse. Pero el que se humilla será elevado a las alturas de la gloria de Cristo (Col. 3:4).

III. La maravilla del mensaje (Lc. 2:10-12)

El evangelista destaca las características más prominentes del mensaje del ángel:

Desvanece el temor (Lc. 2:10). En tiempos del Antiguo Testamento las teofanías (manifestaciones visibles de Dios) y cualquier aparición de un ser superior a los humanos (ángel) atemorizaban a quienes las presenciaban. No es de extrañar que los pastores quedaran sobrecogidos y temerosos ante lo que veían y oían. El misterio de realidades normalmente invisibles, superiores, divinas, asombran e infunden profundo respeto, temor reverencial. Fue la experiencia de Jacob en Betel (Gn. 28:17). Cuando la presencia de Dios, manifestada de modo insólito o sobrenatural, se percibe con realismo, el ser humano se intimida. Así ha sido desde que el primer hombre cayó en el pecado (Gn. 3:19). Adán corrió a esconderse al oír la voz de Dios. Era de temer un juicio severo. Y «tuvo miedo» (Gn. 3:10). Había motivos para tenerlo.

Pero el Dios que se acerca a los hombres en la encarnación de su Hijo no es un Dios aterrador, sino un Dios Salvador.

Anuncia salvación: «Os ha nacido un Salvador». ¿No era esta noticia motivo de gozo inmenso? Muchos judíos anhelaban ser liberados del yugo romano y de las calamidades temporales. En este aspecto tenían mucho en común con los seres humanos de todos los tiempos. Infinidad de hombres y mujeres suspiran por verse salvados de enfermedades, de estrecheces económicas, de amenazas graves, de situaciones de abandono, de soledad, de incapacidad para afrontar el futuro. ¡Circunstancias realmente angustiosas! Y muchas veces -no siempre- Dios, en su misericordia, salva de esas calamidades. Pero tal salvación no es lo más importante si no somos salvos de algo peor: la justa condenación que merecemos a causa de nuestra indiferencia o rebeldía frente a Dios.

Pero la salvación en Cristo nos libra precisamente de ese mal: «él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt. 1:21). Esta salvación no se ha logrado de modo fácil. Fue necesaria la muerte de Cristo como sacrificio en expiación por nuestros pecados (Ro. 3:24-26).

Otro aspecto de la salvación es que nos proporciona «vida eterna» (Jn. 3:16).

Es un mensaje acreditado (Lc. 2:12). El anuncio del ángel no era una fantasía, expresaba una realidad. Pronto los pastores podrían ver al recién nacido «envuelto en pañales y acostado en un pesebre».

En nuestros días, veinte siglos de cristianismo acreditan el mensaje del Evangelio, su veracidad y su poder regenerador. Pese a todos los ataques que la fe cristiana ha sufrido a lo largo de dos milenios, los hechos han demostrado que el Evangelio es «poder de Dios para dar salvación a todo aquel que cree» (Ro. 1:16).

IV. La reacción ante el hecho de la Navidad

El evangelio de Lucas menciona una doble reacción: la de María, que fue un acto de recogimiento para la meditación (Lc. 2:19); y la de los pastores, una reacción de testimonio y alabanza: «Dieron a conocer todo lo que se les había dicho del niño» y «regresaron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto» (Lc. 2:20).

Hoy todo cristiano, la Iglesia cristiana en su globalidad, habría de reaccionar ante la Navidad del mismo modo: ahondando en la maravilla de la encarnación del Hijo de Dios, proclamando al mundo que todo ser humano puede ser salvo, beneficiario de una nueva vida henchida de bendición, pues «en el cumplimiento del tiempo nació un Salvador, que es Cristo el Señor», y alabando a Dios vivamente agradecidos «por su don inefable» (2 Co. 9:15).

José M. Martínez
 


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