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Enero 2006
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Gracia y paz a vosotros

«Gracia y paz a vosotros de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo.» (2 Co. 1:2)

Con estas palabras de salutación solía Pablo empezar sus cartas. Y con ellas saludamos a nuestros muchos amigos lectores al comienzo de un nuevo año. No sabríamos encontrar un texto bíblico más adecuado al iniciar el 2006. Siempre que nos enfrentamos a algo nuevo sabemos que nos hallamos ante una incógnita que sólo el transcurso de días y meses va despejando. ¿Qué nos depararán éstos? Probablemente, algunas alegrías, pero también dificultades y sinsabores que pondrán a prueba la madurez de nuestro carácter y el temple de nuestra fe. Vivimos en un mundo demasiado convulso para esperar que todo en nuestra vida sea apacible, fuente de permanente bienestar. Posiblemente también temeremos nuestras debilidades y carencias y, como consecuencia, nos invadirá la ansiedad. ¿Dónde hallar recursos emocionales adecuados para hacer frente a cuanto de inquietante nos pueda traer el nuevo año? ¿Qué deberíamos llevar en nuestro maletín de viaje para nuestra andadura de futuro inmediato y a medio plazo? La respuesta la hallamos en las palabras de Pablo, que superan con creces el valor de un saludo protocolario; son una síntesis admirable de la fe y la experiencia cristiana y constituyen la clave de una vida victoriosa.

Gracia

En el lenguaje del Nuevo Testamento la gracia (kharis) denota no sólo favor inmerecido, como se suele interpretar, sino la fuente de toda bendición. Suele referirse a los dones o beneficios que de Dios recibimos. Pablo, por ejemplo, veía en su ministerio una «gracia» preciosa (Ro. 1:5, Ro. 15:15). Y nosotros, si tenemos ojos para ver, descubriremos que el Señor «cada día nos colma de sus beneficios» (Sal. 68:19). Y cada año. Entonces ¿por qué sentirnos acongojados pensando mayormente en los problemas e infortunios que el nuevo año nos puede traer? ¿Por qué no pensar más bien en las alegrías que las bendiciones de Dios nos depararán? Veamos algunas de ellas:

La seguridad de nuestra salvación. Muchos textos bíblicos recalcan que la salvación de la culpa del pecado y de sus consecuencias es obra de Dios, no nuestra (Ro. 3:24, Ro. 4:16; Ef. 2:5, Ef. 2:8; Tit. 3:5, Tit. 3:7). Pese a la radicalidad de estas declaraciones del apóstol, hay en nosotros una tendencia innata a la autojustificación. Consciente o inconscientemente, nos consideramos salvados por nuestras virtudes, por nuestra abnegación y esfuerzo en alguna forma de servicio cristiano; en una palabra, por nuestras obras. Pero suele suceder que esa confianza en nuestros valores propios se resquebraja cuando descubrimos la fuerza de nuestras tendencias pecaminosas, nuestro egocentrismo, nuestro orgullo, la idolatría en el culto a nuestra imagen, nuestra inestabilidad espiritual. Entonces sólo nos queda un recurso: clamar como el publicano: «Dios, sé propicio a mí, pecador» (Lc. 18:13); Habida cuenta de esa experiencia, cabe una pregunta de capital importancia: ¿Seguiré gozándome en la salvación que Dios me otorga en virtud de la obra redentora de Cristo a mi favor mediante la fe o caeré en la duda y el desaliento? ¿Seguirá Dios dándome tanto «el querer como el hacer por su buena voluntad» a fin de que yo pueda ocuparme eficazmente de mi salvación con humildad y piedad reverente (Fil. 2:12-13) o me veré agitado y debilitado espiritualmente por mis inconsistencias?

La respuesta viene determinada por una doble realidad: por un lado Dios es el que obra en nosotros con el poder de su gracia. Por otro, nosotros debemos llevar a cabo con esfuerzo todo lo concerniente a nuestra salvación. «Puestos los ojos en Jesús, hemos de correr con paciencia la carrera que nos es propuesta» (Heb. 12:1-2). A lograr ese objetivo nos ayudará el uso de todos los medios que Dios nos concede para crecer en su gracia: lectura y meditación de su Palabra, práctica de la oración, asistencia a los cultos de la iglesia, colaboración en los trabajos de ésta o en algún otro aspecto de su obra. Esto no a fin de justificarnos delante de Dios para nuestra salvación, sino porque es lo normal. Somos salvados por la gracia de Dios mediante la fe, pero la finalidad es la práctica de las «buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviéramos en ellas» (Ef. 2:8-10). Con este programa de vida, el año nuevo, al igual que cualquier otro, nos reportará abundantes bendiciones, entre ellas la del gozo de una salvación asegurada por la gracia divina.

Capacidad para el servicio cristiano. El apóstol Pablo fue un siervo de Dios extraordinario. ¡Cuánto le debe la Iglesia cristiana! Su tarea no fue fácil; fue la propia de un gigante espiritual. Pero él no se enorgullecía de sus triunfos; sabía que la sabiduría y el poder espiritual los debía a la gracia de Dios (Ro. 1:5; 1 Co. 3:10, 1 Co. 15:10), gracia que, en mayor o menor medida, reciben todos los cristianos que entienden el significado de la consagración. Es inspirador el modo como Pablo asociaba consigo no sólo a sus colaboradores más distinguidos (Timoteo, Tito, Epafrodito, Lucas, etc.), sino también a miembros anónimos, sencillos, de una iglesia local. Así, por ejemplo, a los creyentes de Filipos en su globalidad les dice: «En la defensa y confirmación del Evangelio todos vosotros sois participantes conmigo de la gracia» (Fil. 1:7). En nuestro trabajo para el Señor lo que más cuenta no son nuestros dones naturales, sino la gracia, la acción poderosa de Dios por medio de su Espíritu Santo. ¿Nos hemos abierto a su influencia en el año 2005? Si no ha sido así, el nuevo año se nos presenta en su curso con preciosas oportunidades para servir a Cristo de las más diversas maneras.

Capacidad para convivir con los aguijones. Una de las experiencias más impresionantes en la vida de Pablo se nos relata en su segunda carta a a los Corintios (2 Co. 12:7-10). No sabemos a ciencia cierta en qué consistía el «aguijón» que le torturaba y humillaba; pero por sus palabras deducimos que era sumamente doloroso y debilitante, tanto que el apóstol lo había hecho objeto de súplica a Dios para que lo librara de él. Dios no hace lo que el apóstol le pide, pero le muestra algo mucho más eficaz: «Bástate mi gracia» (2 Co. 12:9); y le indica el porqué: «Porque mi poder se perfecciona en la debilidad».

En su vida el creyente puede sentir las punzadas de algún aguijón hiriente: enfermedad, frustración, pérdida de algo o alguien muy querido, debilidad espiritual; tal vez -como pudo ser en el caso de Pablo- corrección de la tendencia al engreimiento por los éxitos logrados. No importa la identificación de la espina. Por la gracia de Dios todo puede ser superado y convertido en bendición. Yo, con mi aguijón, seguiré sintiéndome débil, dolorido y humillado, pero el poder de Dios puede transformar mi lamentable estado en victoria de su gracia.

Paz

Henos aquí ante otra bendición alentadora. Es la que, al igual que el shalom de los antiguos israelitas, podemos disfrutar cuando andamos en los caminos de la obediencia a Dios. Incluye todo cuanto contribuye al bienestar del creyente, tanto en el orden espiritual como en el temporal. Es también consecuencia de la gracia divina: «Justificados por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (Ro. 5:1). Y no sólo tenemos paz con Dios. También se nos concede la paz de Dios, de la cual se dice que «guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Fil. 4:7). No hay mejor antídoto para la ansiedad cuando dudas o temores atenazan nuestra mente.

Es importante tener en cuenta que la paz del cristiano no es ausencia de conflicto. Puede disfrutarse en medio de luchas y sufrimientos, pues es la misma que Jesús dejó a sus discípulos: «La paz os dejo, mi paz os doy... No se turbe vuestro corazón ni tenga miedo... Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo» (Jn. 14:27, Jn. 16:33). No olvidemos que el Señor les habló de este modo en una hora muy sombría. Poco después de haber pronunciado esas palabras, él se hallaría en la agonía de Getsemaní; en un apresamiento tan injusto como humillante, en el sufrimiento de una tortura ignominiosa, en una CRUZ, escándalo y signo de maldición. Pero todo esto lo sufrió con serenidad imperturbable. Ante Pilato aparece con una majestuosidad que supera infinitamente la dignidad política del gobernador romano (Jn. 18:33-38, Jn. 19:8-11). Aun pendiendo de la cruz muestra una entereza y una paz interior tan asombrosas como su amor, manifestado en su diálogo con el ladrón arrepentido, así como en las palabras dirigidas a su madre y al discípulo amado (Lc. 23:39-43; Jn. 19:26-27). ¡Inaudito! Realmente se manifestaba en él la paz que sobrepasa a todo entendimiento. Y esa era la paz que sus discípulos debían compartir. Así lo indicó el Señor cuando les dijo: «Mi paz os dejo». Y cuando, resucitado, se presenta ante ellos lo hace con el saludo más sugerente: «Paz a vosotros» (Jn. 20:19). Esa paz desvanece todos los temores y toda incertidumbre; es el sosiego que disfruta el creyente cuando deja en manos de Dios su destino, no sólo su espíritu, sino también su cuerpo, su mente y todas sus circunstancias, pues todo está regido por la soberanía del Todopoderoso, infinitamente sabio y misericordioso.

«De Dios nuestro Padre»

La paternidad del Dios de la Biblia nada tiene que ver con la de los falsos dioses paganos, considerados por muchos pueblos como progenitores, por vía sexual, de todos los seres, divinos y humanos. Esa creencia distaba años luz del Dios revelado en las Sagradas Escrituras judeo-cristianas.

Ya en el Antiguo Testamento aparece el concepto de abba (padre) como uno de los más significativos, pese a que el término no aparece referido al israelita individual, sino al pueblo escogido en su conjunto. Para éste Dios no es solamente el Creador del universo; es también el Dios que elige y redime, protege y usa para expandir la luz de su conocimiento a todas las naciones, En la realización de este propósito el cuidado paternal que de su pueblo tiene Yahvéh garantiza todas las bendiciones que Dios le ha prometido. (Dt. 14:1; Os. 11:1; 2 Sa. 7:14; Sal. 89:26; Is. 1:2). De este modo, en la relación de Dios con Israel, empieza a desarrollarse la historia de la salvación. El Padre del pueblo israelita es un Dios santo, justo, que no tiene por justo al impío, pero también un Dios compasivo y perdonador; no trata a los suyos con el rigor de una justicia inexorable, sino con paternal compasión. Estos aspectos del carácter y el modo de obrar de Dios han permanecido siempre inalterables. Todavía hoy nos estimulan y confirman nuestra fe.

Pero es en el Nuevo Testamento, a la luz de las palabras de Jesús, donde hallamos la riqueza más profunda de la paternidad divina. Dios, Padre de su Hijo unigénito, viene a ser Padre de cuantos reciben al Hijo como Salvador y Señor (Jn. 1:12). No hay privilegio más preciado (1 Jn. 3:1-2). Ni más natural en la relación padre-hijo, Pues «¿qué hombre hay entre vosotros que, si su hijo le pide pan, le dará una piedra?» (Mt. 7:9). Como Padre, Dios nos da lo que realmente necesitamos. Por eso nunca nos faltará «el pan nuestro de cada día» que pedimos; tener mucho más que esto puede no ser una bendición, sino un mal (no olvidemos lo peligroso de codicias insensatas, tales como las del rico necio de la parábola). Como Padre, Dios cuida amorosamente a sus hijos (Jn. 16:26), los instruye y disciplina cuando es necesario para su perfeccionamiento (Heb. 12:5-11), pero en todo momento es «Padre de misericordias y Dios de toda consolación» (2 Co. 1:3).

Al comenzar un nuevo año, ¿qué más podemos desear o pedir? No es necesario que pidamos muchas cosas. Basta con que reverentemente, con corazones confiados y agradecidos, elevemos nuestros ojos a lo alto y digamos: «PADRE nuestro que estás en los cielos...». Que esté también en nuestro corazón y en nuestra vida. Esa mirada a los cielos ilumina nuestros pasos en la tierra.

«Y del Señor Jesucristo»

En el Nuevo Testamento el Señor Jesucristo aparece frecuentemente en estrecha relación con Dios el Padre. Es lógica esa proximidad entre ambos. Padre e Hijo comparten la misma esencia, los mismos pensamientos y los mismos propósitos. Cristo es el enviado de Padre para revelar al mundo lo que de él ha recibido y para hacer las obras que le ha encomendado. De este modo se ha convertido en el gran Mediador entre Dios y los hombres (1 Ti. 2:5). «A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer» (Jn. 1:18).

Asimismo Cristo es el Redentor, aquel por cuya gracia Dios nos ha reconciliado con él (Ro. 3:24-25). Es «el pan que descendió del cielo» y «el agua de vida» que satisface plenamente (Jn. 6:41; Jn. 4:14), el que «siendo rico se hizo pobre para que nosotros, con su pobreza, fuésemos enriquecidos» (2 Co. 8:9). Es el buen Pastor que guarda celosamente a sus ovejas. Es muchas otras cosas. Con todo, añadimos una más: Cristo es aquel que dijo: «Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra... y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt. 28:18, Mt. 28:20).

Si Cristo está con nosotros a lo largo del año que comienza, ¿qué más podemos pedir? ¿Qué puede hacernos temer? Hagamos nuestro el cántico de fe triunfal que nos legó Pablo: «El que no eximió a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará juntamente con él todas las cosas? (...) En todas las cosas somos más que vencedores por medio de Aquel que nos amó (...) Nada nos podrá separar del amor de Dios en Cristo Jesús» (Ro. 8:32-39).

Con fe renovada y ánimo robustecido, sean cuales sean las circunstancias que el 2006 pone ante nosotros, día a día digamos con firme acento: AMÉN.

José M. Martínez
 


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