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Julio/Agosto 2006
Psicología y Pastoral
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Aceptando los «aguijones» de la vida (I)

«Señor, concédeme serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar;
valentía para cambiar las que sí puedo cambiar;
y sabiduría para conocer la diferencia.» (Reinhold Niebuhr)

Las actitudes de las personas ante las circunstancias adversas, en el fondo, podemos resumirlas en dos: por un lado, los que viven siempre insatisfechos, con la queja permanente en la boca y que acaban «bañados» de amargura. Por el contrario, en el otro polo encontramos a personas cuya reacción ante las tormentas de la vida, los aguijones, es sorprendentemente positiva; azotadas por los más duros embates, luchan contra uno o varias experiencias de aguijón, son capaces de disfrutar del más pequeño detalle y de mantener un espíritu admirable de superación. Su ejemplo nos estimula y su ánimo es contagioso. En esta línea me causaron especial impacto las palabras de un periodista español después de quedar tetrapléjico por un accidente de tráfico: «Me siento como un millonario que ha perdido mil pesetas». ¿Cómo se explica esta diferencia de reacciones? ¿Dónde está el secreto? ¿Se puede hacer algo para conseguir un mínimo de «felicidad» en medio del dolor por el sufrimiento crónico?

Hay dos palabras que constituyen la clave para ayudar a una persona atribulada por el aguijón: aceptación y gracia. De hecho, ambas están estrechamente relacionadas porque la aceptación sólo se consigue, en último término, por la gracia de Dios. Es el ingrediente sobrenatural de la aceptación. Depende de la fe y viene de Dios. Sin embargo, hay también algunos aspectos que dependen de nosotros; son los recursos naturales de la aceptación, de tipo biológico, psicológico o ambiental. Es lo que nosotros ponemos de nuestra parte, pautas a desarrollar y aprender en el largo camino que lleva a superar el trauma del aguijón.

Debemos puntualizar, no obstante, que aún en el aprendizaje de estos aspectos «humanos» o naturales no dependemos por completo de nosotros mismos, no estamos solos ni son el resultado exclusivo de nuestro esfuerzo. En realidad es a través de ellos que la gracia de Dios empieza ya a manifestarse de forma concreta y práctica. No podemos, por tanto, caer en la soberbia de las modernas psicologías humanistas que nos vienen a decir: «Todo está en sus manos; la felicidad depende de usted; si se lo propone podrá ser un triunfador sobre cualquier circunstancia; usted elige su destino en la vida». No, no somos pequeños dioses. Ni podemos ni queremos ocupar el centro de nuestra vida porque le corresponde sólo a Dios.

Para nosotros, como creyentes, la capacidad de superar un trauma no depende sólo ni en primer lugar del buen uso de mis recursos interiores –«la fuerza que está en mí»-, sino de la fuerza sobrenatural que proviene de Dios y que transforma mis debilidades en fortalezas, como queda magistralmente expuesto en 2 Co. 12:9. «Mi gracia te es suficiente. Porque mi poder se perfecciona en la debilidad». Y por ello Pablo puede llegar a exclamar: «Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co. 12:10). El mérito último cuando llegamos a un buen nivel de aceptación no está en nuestro propio esfuerzo, sino en la gracia de Cristo. La psicología nos enseña muy provechosamente a utilizar estos recursos interiores; nosotros pondremos de nuestra parte todo lo posible, haremos bien en esforzarnos, pero la gracia es el requisito imprescindible para la victoria sobre nuestras debilidades.

¿Qué significa aceptar?

Hay muchas personas que se rebelan o protestan ante la sola mención de la palabra aceptar. No pueden ni oír hablar del tema. La mayoría de veces es porque tienen conceptos equivocados. Veamos los más frecuentes:

Aceptar no es resignarse: la versión estoica-fatalista. Para muchos la aceptación es la conclusión a la que llegas cuando «ya no puedes hacer nada más». Lo has probado todo y has llegado al final del camino. Se acabó. Entonces «no queda más remedio que aceptar». Es una rendición sin condiciones después de una ardua lucha. Esta idea se acerca mucho más al estoicismo que a la enseñanza bíblica. Como veremos, Pablo está muy lejos de Séneca cuya filosofía ensalzaba la autosuficiencia del individuo de un modo próximo al fatalismo. El fatalismo nace de la convicción de que no podemos hacer nada para luchar contra nuestro destino. Por supuesto, el creyente no está de acuerdo con esta idea. No somos responsables por lo que hemos recibido, pero sí somos responsables por lo que hacemos con lo que hemos recibido. Una de las peores actitudes en la lucha contra el aguijón es la resignación fatalista generadora de tanta pasividad como amargura. La amargura del atribulado por un aguijón es proporcional a su disposición a luchar y salir adelante. El que se queda cruzado de brazos tiene muchas posibilidades de acabar agriando su vida y la de los que le rodean.

Aceptar no es ponerse una coraza: la versión budista-oriental. Hay otras personas para quienes aceptar es algo así como «desconectar», lograr un estado mental de relajación cercano a la impasibilidad: «ya no sufro por nada ni nada me afecta». Esta idea es muy popular en nuestros días cuando la gente vive abrumada por tantas formas de aguijón y necesita esta coraza para vivir más «feliz». Viven obsesionados para que «las cosas me afecten menos». No deja de ser curioso ver a tantas personas, incluso ejecutivos de alto nivel, practicar el tai chi en un parque a primera hora de la mañana a modo de «tiempo devocional» laico. O quizás no tan laico, porque el denominador común de esta «filosofía de la coraza» se origina en la meditación trascendental y otras religiones orientales, en particular el budismo. Aceptar no es conseguir el «nirvana», ese estado supremo «por encima del bien y del mal», en el que desaparece el dolor. Son técnicas que se aprenden por un entrenamiento sistemático. Sería algo así como una gimnasia mental. Cómo contrasta con la aceptación en el sentido bíblico, un proceso de transformación interior que nace de la comunión personal con el Dios de toda gracia y que requiere del continuado contacto con este Dios para irse renovando.

Aceptar no implica estar de acuerdo con el aguijón: la versión masoquista. Nadie nos pide que lleguemos a ser amigos de la causa de nuestro sufrimiento. El aguijón no debe ser visto como un enemigo, pero tampoco como un amigo. Ello nos acercaría a una actitud de masoquismo, muy lejos de la enseñanza bíblica. De ahí la importancia de no confundir estar contento con estar contentado. ¡Dios quiere que sus hijos sean realistas, no masoquistas!

Ni amigo ni enemigo: aliado. Aceptar significa dejar de ver el aguijón como un enemigo, un obstáculo paralizante, para descubrir en él un aliado. Un enemigo impide, bloquea, obstaculiza; un aliado, por el contrario, colabora y potencia tu capacidad de lucha. Estamos aquí en el meollo de nuestro tema. Si logramos entender este punto, habremos avanzado un largo trecho en el camino de la aceptación. Aceptar es llegar a tener la serena convicción de que Dios puede usar mi vida no sólo a pesar de mi aguijón, sino precisamente a través de él. Cuando veo en el aguijón a un aliado, la rebeldía deja paso a la aceptación. Así, todas las energías que antes empleaba en luchar contra, ahora las invierto en luchar para. Antes estaba inmerso en una guerra de desgaste que erosionaba todas las defensas de mi ser; ahora descubro que el aliado me ayuda a construir una vida diferente, pero igualmente plena y con sentido.

Los ingredientes de una aceptación genuina

Apuntábamos al principio que todos somos distintos a la hora de afrontar la adversidad. Hasta cierto punto esta diferente forma de reaccionar constituye como una radiografía bastante fiable de nuestro carácter, pero también de nuestra filosofía de vida e incluso de nuestra madurez cristiana. Con ciertas matizaciones podríamos parafrasear el refrán y afirmar: «dime cómo reaccionas ante la adversidad y te diré qué tipo de persona eres». Nos referimos en especial a la reacción a medio y largo plazo, no a la sorpresa y el estupor iniciales que forman parte de las respuestas naturales de la persona. Así pues, la experiencia de aguijón nos proporciona una excelente oportunidad para descubrir facetas nuevas de nuestro carácter y «bucear» en nuestra vida de maneras que nunca habríamos logrado de no mediar la experiencia de aguijón. Ello es así porque el sufrimiento crónico contiene una enorme fuerza dinamizadora desde el punto de vista tanto emocional como espiritual.

Volvamos a nuestra pregunta inicial. ¿Por qué la gente reacciona de forma tan diferente e incluso paradójica ante el aguijón? La respuesta nos introduce a un principio cardinal: el ser feliz o desdichado no depende tanto de las circunstancias, sino de nuestra actitud ante estas circunstancias. Como decía el filósofo de la antigüedad Epicteto: «El hombre no se ve distorsionado por los acontecimientos, sino por la visión que tiene de ellos». Por supuesto que este principio requiere matizaciones: hay situaciones de sufrimiento crónico, aguijones que martillean hasta horadar el alma y hacen difícil, a veces muy difícil, avanzar en el camino de la aceptación. No podemos caer, como ya hemos visto, en un triunfalismo fácil o en una versión moderna de estoicismo que acaba irritando más que consolando. Pero, sin duda, la clave en cualquier acontecimiento adverso radica más en el corazón que en el aguijón; nuestra actitud es mucho más influyente y decisiva, a la larga, que la fuerza desmoralizante y devastadora del aguijón. De antemano, nadie está derrotado ante el golpe del trauma; nadie está, a priori, destinado a sucumbir ante las adversidades.

La aceptación es un proceso de transformación interior que se desarrolla en tres niveles de la persona. De hecho, son facetas interdependientes, constituyen como un racimo. Cada uno de ellas implica un aprendizaje que se realiza de forma simultánea en los tres frentes.

1.- Aprender a ver diferente
2.- Aprender a pensar diferente
3.- Aprender a vivir diferente

1.- Aprender a ver diferente - El contentamiento

«He aprendido a contentarme cualquiera que sea mi situación» (Fil. 4:11)

El primer ingrediente de la aceptación está relacionado con mi forma de mirar el aguijón y desde el aguijón, la perspectiva que se abre tras el golpe del trauma inesperado. Es indudable que la persona afligida por un acontecimiento adverso no ve el mismo paisaje de antes en su vida; muchas cosas han cambiado; a veces, incluso «parece como si todo fuera distinto». Pero igualmente cierto es que necesito descubrir rayos de luz en la oscuridad de este nuevo paisaje. Son aspectos inéditos que se abren ante mis ojos y que me ayudan a luchar mejor o hacen más llevadera la carga.

El elemento clave para llegar a ver diferente es el contentamiento. A fin de profundizar en este concepto vamos a centrarnos en un pasaje donde el apóstol Pablo pronuncia una lección magistral sobre el contentamiento, y lo hace desde la cárcel de Roma y en peligro franco de muerte; no se dirige a sus lectores desde una posición de tranquila comodidad, sino desde la angustia de una situación profundamente turbadora.

La naturaleza del contentamiento

¿Qué quería decir Pablo al afirmar «he aprendido a contentarme»? La palabra original -autarkeia- nos da mucha luz sobre su significado: implica no depender de, estar por encima de las circunstancias; su énfasis está en la autonomía, en no quedar ligado a los acontecimientos o problemas. Si no se logra un mínimo de contentamiento, nuestro ánimo va a depender por completo de las circunstancias, buenas o malas y entonces la vida se convierte en un auténtico tiovivo emocional con bruscas oscilaciones desde la euforia a la oscuridad más cerrada. Es como si a un coche le fallan los amortiguadores. Cualquier bache, por pequeño que sea, se notará en gran manera. Muchas personas viajan por la vida sin «amortiguadores» porque no han aprendido esta actitud del contentamiento. El secreto del contentamiento, por tanto, radica en lograr cierta «independencia» de los acontecimientos vitales y no quedar atrapados por ellos.

¿Cómo conseguirlo? ¿Qué hemos de aprender a ver diferente? El aprendizaje se realiza en dos niveles: por un lado, la dimensión horizontal, hemos de tener una visión adecuada del aguijón; por otro lado, la dimensión vertical, necesitamos una visión adecuada de Dios en medio de la experiencia del aguijón. Vamos a desglosar estos dos aspectos en tres propuestas concretas:

Ver el aguijón desde la perspectiva adecuada. Se trata de encontrar la distancia correcta entre lo que nos sucede y cómo nos afecta. La palabra clave aquí es distancia, porque la distancia nos permite una visión más objetiva y más global. Una ilustración nos ayudará a entenderlo. Si estoy perdido en un bosque, la mejor manera de encontrar la salida es buscar un lugar alto que me permita contemplar la situación desde una perspectiva diferente. Cuanto más me interne en la espesura de la arboleda, tanta más dificultad para hallar el camino. ¿Cuál es el equivalente de internarse en el bosque buscando infructuosamente una salida? La introspección. La introspección, valga esta sencilla comparación, es como la sal en la comida: un poco es conveniente porque nos ayuda a escuchar nuestras voces interiores y desarrollar la capacidad de reflexión. Ello, en último término, facilita la asimilación del aguijón, lo cual es altamente deseable. Pero hurgar todo el tiempo en nuestro interior nos lleva a extraviarnos en un laberinto de sensaciones, sentimientos y dudas angustiantes. De un exceso de introspección sólo surgen «¿por qués?». Esta capacidad de «subir» al lugar alto es la que viene expresada por la palabra «superar» –del latín supra, arriba. Cuando salgo del bosque y busco un lugar alto, me estoy «superando». Superar una adversidad o problema no es tanto solucionarlo, sino ser capaz de contemplarlo «desde arriba». Esta nueva visión del aguijón es el primer paso para experimentar la paz aun en medio de la tormenta, como veremos un poco más tarde.

Ver lo esencial por encima de lo circunstancial. Esta segunda dimensión es resultado de la anterior. Cuando logro subir al lugar alto y contemplar el aguijón desde una distancia correcta, se abre a mis ojos una perspectiva panorámica de toda la vida. Mi visión se agranda, el horizonte es mucho más amplio, el pasado y el futuro cobran un significado distinto porque ya no estoy encerrado en un presente que oprime hasta aplastar. Descubro que el paisaje es mucho más variado y rico de lo que yo sentía encerrado en la oscuridad de mi aguijón. Sobre todo, me ayuda a poner en su lugar lo que es realmente importante en la vida. Redescubro los verdaderos valores, lo esencial, aquello que está por encima de lo contingente. Veo que el aguijón puede quitarme partes importantes de mi vida, pero es mucho mayor la parte que aún me queda. Nos permite llegar a sentir como el periodista tetrapléjico: sí, he perdido algo, pero sigo siendo millonario.

Vislumbrar a Dios más allá del aguijón. Otra de las realidades que descubro en el contentamiento, a medida que voy logrando esta visión nueva, es la presencia de un Dios que al principio parecía lejano, tan lejano que quizás le confundimos con un fantasma como les ocurrió a los apóstoles. Cuando en aquella oscura noche de tormenta en el mar de Galilea Jesús vino a ellos andando sobre las aguas, pensaron que era un fantasma. Jesús estaba con ellos y por ellos, pero su ansiedad les impedía percibir la realidad de forma adecuada. Tan grande era su angustia, tan prolongado su sufrimiento después de remar toda la noche en medio de circunstancias adversas, que su capacidad de percepción estaba embotada (shut down). Así ocurre muchas veces con las experiencias de aguijón en las primeras etapas. Pero poco a poco aprendo a ver que Dios no está tan lejos como yo sentía, ni es un fantasma desconocido, sino el Jesús sufriente que viene andando, me da palabras de ánimo y me coge fuertemente de la mano para que no me hunda.

No confundir a Dios con un fantasma y poder llegar a percibir su voz en medio del aguijón constituye probablemente el aspecto más difícil de la aceptación. Lograr ver a Dios más allá del aguijón genera una confianza serena, profunda. Si Dios no es un fantasma lejano, sino el Cristo cercano que ha sufrido mucho más que yo, entonces aprendo que nada ocurre en mi vida sin su conocimiento y su control. Si él ve y conoce mi situación, entonces yo debo mirarla desde la óptica divina tanto como me sea posible. Ello me permite desligarme de la estrechez de mi visión y amplía mi horizonte. Este «paisaje» nuevo, desde la perspectiva de Dios, me libra de la amargura, del resentimiento y de la sensación de injusticia y esterilidad de muchas situaciones. Pero aun va más lejos; la aceptación implica creer que Dios puede sacar provecho de cualquier situación para transformarla en un bien para su gloria o incluso para mi propia vida.

Pablo Martínez Vila
 

Noviembre 2006: Aceptando los «aguijones» de la vida (II)
Febrero 2007: Aceptando los «aguijones» de la vida (III)


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