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Diciembre 2006
Navidad
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La Navidad, fuente de gozo inefable

Este mes, cuando el año presente agoniza, de nuevo la Navidad nos convoca a una celebración gozosa. Y una vez más el mundo vivirá la festividad de modo que recuerde más las antiguas bacanales paganas que el nacimiento de nuestro Salvador. Yo diría que la manera de celebrar la Navidad marca la diferencia entre el verdadero cristiano y el que no lo es. Éste cede sus impulsos hedonistas en busca de placer; distintivo de la celebración son la comida y la bebida, las más de las veces en exceso. El no cristiano espera y busca diversión; el cristiano, adoración, se toma en serio el significado de la natividad de Jesús, atiende al mensaje que contiene. Al hacerlo, experimenta en grado superlativo el «gozo inefable y glorioso» del que escribió el apóstol Pedro (1 Pe. 1:8).

El gozo, distintivo cristiano

Piensan muchos que el cristianismo, con sus exigencias morales, somete a quienes lo profesan a una vida de privaciones. La imagen que tienen de un cristiano es la de un asceta triste que mortifica su cuerpo y se priva incluso de placeres lícitos. Nada más lejos de la realidad. El propósito de Dios es que sus hijos estén «siempre gozosos» (1 Ts. 5:16). También a nosotros, cristianos, se nos dice hoy lo que un día se dijo a los judíos que habían regresado del cautiverio en Babilonia: «El gozo del Señor es vuestra fuerza» (Neh. 8:10). Tan importante es esa característica que en el fruto del Espíritu Santo, el gozo aparece en lugar preferente, inmediatamente después del amor y antes que los restantes rasgos que distinguen al creyente (Gá. 5:22). El Señor Jesucristo, en su enseñanza sobre el Reino de Dios, más de una vez la ilustró con la participación en una fiesta (parábolas de la gran cena y de las diez vírgenes), y al final de su ministerio pide en su oración intercesora algo que, sin duda, consideraba de importancia capital: «que tengan mi gozo cumplido en sí mismos» (Jn. 17:13). No es de extrañar que el ángel, aquella noche memorable, dijera: «os doy nuevas de gran gozo» (Lc. 2:10): el gozo de la salvación que el Cristo recién nacido venía a realizar (Lc. 2:11).

Significado del gozo

Se dice, y con razón, que no hay dos sinónimos que signifiquen exactamente lo mismo. Por eso es aconsejable no usar de manera indistinta los términos «gozo» y «alegría». La alegría es un sentimiento causado por alguna experiencia placentera: una buena noticia, un beneficio inesperado, la conclusión de una obra con éxito, la celebración de una fiesta, una experiencia amorosa, etc. El gozo también proporciona placer, pero es más estable y más profundo que la alegría. No olvidemos que, como hemos indicado, es fruto del Espíritu Santo. No siempre se exterioriza de modo tan visible como la alegría. Suele ser más sosegado, pero también más hondo. Al comparar la alegría y el gozo, podemos usar la ilustración del agua. La alegría es comparable al agua que brota del manantial, impetuosa y cantarina, pero también huidiza, mientras que el gozo es semejante al agua subterránea de los acuíferos, menos poética, pero más útil, como puede verse en el sistema de riego que la extrae de las entrañas de la tierra.

En la Escritura el gozo suele ir unido a la paz (Ro. 14:17; Ro. 15:13). En el fruto del Espíritu, antes mencionado, así puede verse («amor, gozo, paz...»). Muchas veces el gozo se hace visible por la quietud de espíritu que infunde. Debemos recordar un detalle importante: la aclamación de los ángeles que atribuía gloria a Dios en las alturas también anunciaba paz sobre la tierra (Lc. 2:14). Esta paz es una faceta radiante de la salvación. La venida del Hijo de Dios al mundo significaba la irrupción de su Reino con la oferta de salvación plena para todo aquel que en él cree. Eso constituye el meollo del Evangelio (Ro. 1:16), y tiene una importancia incomparable: Por la fe somos salvos del juicio condenatorio de Dios (Ro. 8:1), de la esclavitud del pecado (Ro. 6:17-18), del temor a la muerte (Heb. 2:14-15), de una vida sin sentido, insatisfactoria, pues como decía el predicador de antaño, «vanidad de vanidades; todo es vanidad» (Ec. 1:2), del temor y la ansiedad (Fil. 4:6-7; Mt. 6:25-34). El apóstol sabía lo que se decía cuando exhortaba a los creyentes de Tesalónica a «estar siempre gozosos» (1 Ts. 5:16).

Quien descubre la grandiosidad de la salvación, a semejanza del hombre de la parábola que halló un tesoro en un campo, «gozoso por ello», se despoja de todo lo que tiene, si es necesario, y adquiere el campo (Mt. 13:44). ¿Qué mayor tesoro que la salvación? Ya hemos señalado aquello de lo que Dios nos libra. Seguidamente mencionamos lo que en la salvación se nos concede: somos reconciliados con Dios y hechos hijos suyos (Col. 1:20-21; 1 Jn. 2:12), obtenemos el perdón de nuestros pecados (Ef. 1:7), somos sellados con su Espíritu, Santo y santificador (Ef. 1:13-14), tenemos asegurado el cuidado de nuestro Padre celestial (Mt. 10:25-34). Sobre todo, nos da una esperanza gloriosa que trasciende todas nuestras penalidades en la tierra e ilumina nuestras experiencias oscuras con el esplendor del retorno de Cristo.(«Gozosos en la esperanza» - Ro. 12:12).

Son muchos y poderosos los motivos que tenemos para vivir inmersos en un estado de gozo. Es el estado en que vive el creyente cuando está «en Cristo», en comunión espiritual con él, ocupado en su servicio. El resultado de esto es mucho más que un simple sentimiento de alegría fluctuante. Es una situación estable de la que nos beneficiamos mediante la fe. Es tanto, y tan grandioso, lo que en Cristo poseemos que en el fondo de nuestro ser se aloja un gozo indescriptible, independiente de las circunstancias externas. Por supuesto, las circunstancias en muchos casos contribuyen a robustecer el gozo. Pero cuando la alegría se desvanece el gozo perdura cual lecho que acoge los sentimientos y los eleva a las alturas de los «lugares celestiales en Cristo» (Ef. 1:1-3). En último término lo que en definitiva cuenta no son los sentimientos, sino el conocimiento; no lo que siento, sino lo que sé. Y yo sé que Dios me ama, que se preocupa de mí, que me da lo que realmente necesito, me protege del mal, llena de sentido mi vida y controla todas mis circunstancias de modo que todas las cosas cooperen para bien (Ro. 8:28). Sabiendo todo esto, ¿cómo podré dejar de regocijarme «siempre»? Pablo no exageraba al usar el adverbio de tiempo en 1 Ts. 5:16. La frase no es hiperbólica. Cuando dice: «Estad siempre gozosos» quiere decir «estad gozosos en todo tiempo o circunstancia». Ello es posible si somos conscientes de que estamos en Cristo, en quien tenemos todos los elementos necesarios para regocijarnos. ¿De veras?

¿Gozosos también cuando sufrimos?

Muchos piensan que el gozo y el sufrimiento son incompatibles. ¿Cómo regocijarnos cuando la enfermedad nos limita y el dolor físico nos tortura, cuando pasamos por situaciones de estrechez económica, cuando en vez de amor de seres muy queridos sólo encontramos indiferencia y distanciamiento, o cuando en mi entorno sólo veo deslealtades y hostilidad?

Pues sí. Aun en lo más agudo del padecimiento puede el cristiano experimentar gozo, porque se goza «en el Señor» (Fil. 4:4). Cuando Jesús se hallaba a las puertas de su pasión y muerte habló de su gozo y de su deseo de que sus discípulos pudieran compartirlo (Jn. 15:11). Sin duda, su deseo se cumplió. Esteban testificó de Cristo con valentía y con paz de espíritu. Ello le costó la vida, pero en su martirio expiró «lleno del Espíritu Santo, y puestos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús, que estaba de pie a la diestra de Dios». (Hch. 7:55). Pedro pudo dormir profundamente en la cárcel cuando su vida corría peligro de muerte. Pablo y Silas, doloridos por los azotes que habían recibido en Filipos y por la presión del cepo que sujetaba sus pies, contaban y glorificaban a Dios. Su gozo «en Cristo» superaba su sufrimiento. Es impresionante el testimonio de Pablo y sus compañeros relativo a su ministerio. ¡Qué contraste admirable entre sus condición física y su fortaleza de ánimo en el ejercicio de su ministerio!: «Estamos -decía- atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados; perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos, llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos» (2 Co. 4:8-10). Según Pedro, es en un contexto de prueba y aflicción donde se vive la experiencia de un «gozo inefable y glorioso» (1 Pe. 1:6-8).

Conclusión:

Confiando en la gracia de Dios, con una fe renovada en Cristo, agradecido le alabaré al celebrar una vez más la Navidad. Uniré mi cántico al de María y diré:

«Engrandece mi alma al Señor, y mi espíritu se goza en Dios mi Salvador» (Lc. 1:46-47).

José M. Martínez
 


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