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Noviembre 2007
Vida Cristiana y Teología / Psicología y Pastoral
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El ministerio de la consolación en la vida de Job

El tema del sufrimiento es una cuestión de perenne actualidad, pues constituye una experiencia común a todos los seres humanos. Sus manifestaciones son muy diversas. Pueden ser de carácter físico (hambre, penuria, enfermedad) o moral (soledad, abandono, dolor causado por injurias o acusaciones injustas, entre muchas otras). De ahí que filósofos, moralistas y maestros religiosos hayan disertado, con mayor o menor acierto, sobre esta faceta oscura y punzante de la experiencia humana. Pocos han sido, sin embargo, los pensadores y los investigadores que con sus ideas o descubrimientos han contribuido a aliviar el dolor moral de quienes sufren. Posiblemente ello se debe a que no se tiene en cuenta un hecho fundamental: es muy fácil hablar -o escribir- sobre el sufrimiento; pero sólo puede esperar algo positivo quien habla desde el sufrimiento. Las disquisiciones teóricas de poco o nada sirven.

Debemos situarnos en el sufrimiento con realismo, con empatía; es decir, poniéndonos en la situación del que padece, como haciendo nuestra su angustia, sus temores, su soledad.

El sufrimiento, gran misterio

Cuando nos situamos en el sufrimiento con realismo nos enfrentamos con un doble dolor: el del padecimiento en sí y el del misterio que entraña. ¿Por qué el vivir siempre implica sufrir? ¿Por qué? ¿Qué pensar? ¿Qué decir? Todas las vías de acercamiento al problema plantean dificultades: la de una cosmovisión atea, que sólo ve en el sufrimiento una desgracia fortuita, y la de una cosmovisión teísta, según la cual todo cuanto acontece en el mundo está de algún modo relacionado con Dios.

Esta última nos conduce a la teodicea con sus complicados poblemas. ¿Resultará que la causa de nuestros sufrimientos está en Dios mismo? Sólo con mucha cautela podemos atrevernos a avanzar en busca de luz, siempre partiendo de una aseveración fundamentral: «Las cosas secretas pertenecen a Yahveh, nuestro Dios, mas las reveladas son para nosotros...» (Dt. 29:29). Sería el colmo de las pretensiones pensar que podemos llegar a conocer a Dios sin velos o sombras. Él es infinitamente grande, y nosotros, infinitamente pequeños. ¿Cómo llegar a conocer y entender todo cuanto concierne a su naturaleza, su carácter, sus pensamientos, sus obras? La respuesta de Dios es clara: «Las cosas reveladas son para nosotros». La Biblia es el depósito de su revelación, a sus páginas debemos acudir para empezar a entender. Con humildad debemos escudriñar su contenido, alabando al Señor por todo lo que nos va mostrando, y aceptando lo que excede a nuestra comprensión. Como muy sabiamente indicó G. K. Chesterton: «Los enigmas de Dios son más satisfactorios que las soluciones de los hombres».

El libro de Job, caudal riquísimo de enseñanza

Su texto no es una respuesta definitiva al misterio del sufrimiento, pero es una ayuda valiosísima para alentar a los que sufren.

Conviene recordar la experiencia del patriarca. Tras un periodo de prosperidad, sosiego y honra, se ve azotado por crueles golpes de adversidad: pérdida violenta de su ganado y de sus criados, catástrofe familiar que acaba con la vida de sus hijos. Había para hundirse en la desesperación; pero, lejos de esto, mantuvo la serenidad y dejó traslucir lo admirable de su fe. Se afligió, como es normal en todo ser humano, y dio comienzo a un doloroso duelo: «Se levantó, rasgó su manto y rasuró su cabeza; se postró y adoró» (Job. 1:20); pero no se desahogó con aparatosas lamentaciones. Por el contrario, hizo unas declaraciones que han causado admiración en millones de creyentes después de él: «Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré allá. El Señor dio y el Señor quitó; sea el nombre del Señor bendito» (Job. 1:21). No menos admirable es el comentario de su biógrafo: «En todo esto no pecó Job, ni atribuyó a Dios despróposito alguno» (Job. 1:22).

Las cosas, no obstante, comienzan a enredarse con la comparecencia de tres amigos que habían de irritarle en vez de consolarle como era su deseo. En su opinión, el sufrimiento de Job no es una desgracia fortuita; es castigo divino por algúin gran pecado cometido por Job. Tanto insisten que al final el patriarca llega a pensar que esa conclusión era verdad a medias: Dios mismo, por razones que Job no llega a comprender, se ha puesto en contra de él. De ahí lo acre de su declaración: «El Todopoderoso ha clavado en mí sus flechas y el veneno de ellas me corre por el cuerpo. Dios me ha llenado de terror con sus ataques» (Job. 6:4; Job. 16:12-13). Job, sin embargo, se resiste a aceptar la tesis del castigo. Considera, no sin cierta lógica, que si Dios estuviera a su favor, ningún poder del mundo podría dañarle, pues todo está sujeto a su soberanía. Si todas las potencias destructoras del mundo le atacan es porque Dios mismo le ataca y las usa para destruirle.

Pero Job yerra en sus conclusiones teológicas. El universo, el hombre, la vida, Dios, la providencia, no pueden encajonarse en los estrechos límites de nuestro raciocinio. Ante lo incomprensible de muchos misterios, lo más sabio es mantener nuestros juicios en suspenso, en espera de que lo que ahora no entendemos lo entenderemos en el día de Cristo en su venida (1 Co. 13:9-13).

La ineficacia de muchos «consoladores»

Elifaz, Bildad y Zofar tenían buenas intenciones, pero estaban encajonados en sus moldes dogmáticos. Algunas de sus afirmaciones eran correctas, pero globalmente erraban los tres «amigos» al insistir en su interpretación de los males de Job: un hombre que tanto sufre ha de haber cometido algún gran pecado que, humillado, debe confesar a Dios. Pero esta conclusión es falsa. El patriarca ha sido siempre un hombre íntegro, piadoso, compasivo, intachable.

Job no entiende el porqué de su calamidad. Los amigos no supieron ser humanos. Fracasaron estrepitosamente en su deseo de consolar al atormentado por el dolor físico y por el misterio de su relación con Dios. Los tres se proponen ser defensores de Dios y se convierten en cómplices de Satanás, el acusador. Carentes de compasión y verdadera sabiduría, caen en la incomprensión, la arrogancia y la intolerancia más detestables. Con esas características mal podían consolar a un hombre tan dolorido y desconcertado como el «varón de Uz». Nada entendían de los efectos devastadores que en el estado de ánimo suele producir el dolor prolongado:

  • Escepticismo. Sólo se ven los aspectos sombríos de la vida (Job. 3; Job. 7:1-10).
  • Fatalismo. Job se ve acorralado, confundido, como gran derrotado. Y se abandona al desaliento. Está convencido de que se halla envuelto en la red de un destino adverso. Lo peor de todo: tras ese destino está la voluntad soberana de Dios. Es Dios mismo quien le acosa. ¿Llegará a destruirle? A esos extremos puede inducir un sufrimiento agudo, prolongado e incomprendido.
  • Depresión. La vida pierde su sentido; se desvanece toda ilusión. Con frecuencia se llega incluso a desear la muerte, como señaló Job en su patético soliloquio del capítulo 3. La vida se ve como una gran frustración sin sentido. Muchos seres humanos han hecho suyo el testimonio de las dudas de Gustav Mahler: manifestado en su segunda sinfonía «¿Por qué has vivido? ¿Por qué has sufrido? ¿Acaso no era todo una enorme y espantosa broma?»

Pero esa situación de sombría y dolorosa incertidumbre no es inevitable. El creyente, pese a sus dudas, puede tener reacciones maravillosas. Fue el caso de Job, quien se situó en cotas de certidumbre si no de comprensión. Sabía que en su justicia, tarde o temprano, Dios le daría la razón, lo justificaría y lo restauraría a una vida apacible y luminosa. A este respecto son admirables las palabras del patriarca en el capítulo 19 del libro: «Yo sé que mi Redentor vive...» (Job. 19:25-27).

La eficacia de la labor pastoral ante el sufrimiento

¡Cuánto bien pudieron haber hecho Elifaz, Bildad y Zofar si, apeándose de su arrogancia y su intolerancia, se hubiesen acercado a Job con humildad, comprensión y amor! Pero entendían tan poco de psicología pastoral que fracasaron totalmente en su plan inicial de consolar a su amigo. Les faltó lo que todo médico de almas debe tener:

  • Auténtica simpatía, o, mejor aún, empatía, participación afectiva en la realidad del que padece (llorar con los que lloran).
  • Teología equilibrada. Los amigos de Job fracasaron porque en su teología sólo cabía la ley de la siembra y la siega. Job cosecha sufrimiento porque antes ha sembrado pecado. Esta doctrtina pierde de vista que ese principio en muchos casos no se cumple. Un estudio equilibrado del sufrimiento a la luz de la Biblia nos muestra que el sufimiento puede tener otras causas y diferentes finalidades. Una faceta importante de la cuestión la hallamos en la experiencia del Cristo sufriente. Si estamos en comunión con Cristo, difícilmente estaremos del todo exentos de pruebas y dolorosas tribulaciones. Por otro lado, es en los días de padecimiento que disfrutamos de la gracia consoladora de Dios. Sólo en la noche cerrada vemos lo maravilloso de una noche estrellada.
  • Comunicación auténtica. El gran problema muchas veces es que no se sabe escuchar, con lo que el diálogo efectivo resulta imposible. Si no se sabe escuchar, menos se sabe hablar «palabra en sazón» (Is. 50:4). La comunicación en la relación pastor-persona que sufre es diálogo, nunca puede ser sermón.
  • Oración. Solo Dios puede iluminar con efectividad al atribulado. Sólo él tiene capacidad para restaurar al abatido por el dolor y la confusión de ideas.

Conclusión

En un mundo plagado de sufrimientos, son benditos quienes administran la consolación y la gracia reparadora de Dios. En el ejercicio de ese ministerio, dos bendiciones se hacen manifiestas: el bien que el consolador hace y el bien que recibe. Quien esto escribe da testimonio de su propia experiencia: «Entre muchos motivos de gozo en el ministerio cristiano, el que me ha producido una satisfacción más profunda ha sido el del contacto pastoral con personas que sufrían intensamente».

Para alcanzar esa cota espiritual, nada nos ayudará tanto como la segunda bienaventuranza expresada por el Señor Jesús en la segunda bienaventuranza del Sermón del Monte: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación» (Mt. 5:4).

José M. Martínez
 


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