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Junio 2009
Apologética y Evangelización
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Jesucristo ante la frustración humana (I)

«Vanidad de vanidades, todo es vanidad...
He aquí todo era vanidad y aflicción de espíritu,
y sin provecho debajo del sol»
(Ec. 1:2, Ec. 2:11)

«Un mundo loco, lleno de gente loca,
está dando un salto mortal en el cielo,
y cada vez que empieza un salto,
ha pasado otro día.»
(poema anónimo)

Cada vez más personas en nuestra sociedad se identifican con este poema y con las palabras iniciales del Eclesiastés: viven con una sensación de absurdidad, de estar en un viaje a ninguna parte, de que la vida no tiene sentido. Pero, ¿es realmente un sentimiento moderno? El libro del Eclesiastés, escrito hace más de tres mil años, ya nos hace un retrato descarnado de este «síndrome» de frustración vital repitiendo como un estribillo la frase «vanidad de vanidades, todo es vanidad». El vacío y la absurdidad de una vida sin Dios han sido compañeros inseparables del ser humano desde siempre.

La palabra frustración viene de un término latino -frustra- que significa en vano, sin sentido, inútil. Es significativo observar cómo en nuestra generación esta palabra ha llegado a convertirse en una expresión popular, sobre todo entre los adolescentes: «¡qué frustre!» exclaman ante una contrariedad. La mayoría probablemente no es consciente de la profundidad de lo que están diciendo, pero es un reflejo muy significativo del vacío existencial de muchos de ellos. Sin saberlo, están expresando toda una filosofía de vida.

Caminos sin salida: la frustración en la vida diaria

¿Qué es, en realidad, vivir frustrado? Podemos encontrar expresiones visibles de la frustración casi en cualquier área de la vida, pero vamos a dejar que la palabra de Dios misma nos lo muestre.

El autor del Eclesiastés hace una descripción detallada de su frustración al contemplar la vida tal cual es. Podríamos decir que se enfrenta cara a cara con la vida, ejercicio muy poco habitual hoy en una sociedad que nos está distrayendo constantemente con válvulas de escape que nos ayudan a olvidar y mitigan los sinsabores diarios. Acompañemos al Predicador en su reflexión existencial. Repasa una a una las diversas ilusiones y metas a las que se había entregado durante años empezando por el trabajo: «¿Qué provecho tiene el hombre de todo su trabajo con que se afana debajo del sol?» (Ec. 1:3). «Asimismo aborrecí todo mi trabajo que había hecho bajo el sol, el cual, al fin y al cabo tendré que dejar a otro que vendrá después de mí; y quién sabe si será capaz o incapaz, sabio o necio el que se aprovechará de todo mi trabajo en que yo me afané y en que ocupé debajo del sol mi sabiduría. Esto también es vanidad.» (Ec. 2:8). ¿No es éste el mismo sentimiento de muchas personas al llegar a la jubilación o en la crisis de la media vida a los cuarenta-cincuenta años? Uno se pregunta: ¿ha valido la pena tanto sacrificio, tanto esfuerzo? ¿Para qué? El actor Marlon Brando, poco después de entrar en un proceso de enfermedad grave afirmó: «Te acercas al final de la vida, ha pasado todo muy rápido y cuando llegan los últimos días dices ¿qué demonios ha sido esto?».

Esta desazón no aparece sólo al considerar la vida laboral. La misma experiencia relata el Predicador cuando se entrega al estudio: «Dediqué mi corazón a conocer la sabiduría y a entender los desvaríos. Conocí que aun esto era aflicción de espíritu, porque en la mucha sabiduría hay mucha molestia y quien añade ciencia añade dolor» (Ec. 1:17-18). El vivir sólo para estudiar, para la ciencia, también le deja al Predicador un sentimiento de vacío. Goethe, un hombre con una inteligencia privilegiada y dedicado por completo a las letras, el día que cumplió 75 años confesó: «En mi vida todo ha sido fatiga y dolor, puedo decir que en 75 años no he disfrutado ni cuatro semanas de verdadera satisfacción».

Tampoco la prosperidad económica, las riquezas, llenaron al autor del Eclesiastés. «Dije yo en mi corazón: ven ahora, te probaré con alegría y gozarás de bienes, mas he aquí esto era también vanidad» (Ec. 2:1). «Engrandecí mis obras, edifiqué para mí casas, planté para mí viñas, me hice huertos y jardines y planté en ellos árboles de todo fruto; me hice estanques de agua, para regar de ellos el bosque en el que crecían los árboles; compré siervos y siervas y tuve siervos nacidos en casa; tuve posesión grande de vacas y ovejas, más que todos los que fueron antes de mí en Jerusalén. Me amontoné también plata y oro, y tesoros preciados de reyes y de provincias... Y fui engrandecido y aumentado más que todos los que fueron antes de mí en Jerusalen.» (Ec. 2:4-9). Pero he aquí su conclusión en crudas palabras: «Miré yo después todas las obras que habían hecho mis manos y el trabajo que tomé para hacerlas, y he aquí todo era vanidad (frustración) y aflicción de espíritu y sin provecho debajo del sol» (Ec. 2:11). Los bienes materiales no pueden dar un sentido a la existencia. ¿Es casualidad que algunos de los hombres más ricos y célebres hayan acabado sus días quitándose la vida? Este fue el caso de George Eastman, inventor de cámaras fotográficas y fundador de la famosa compañía Kodak. Considerado uno de los filántropos más generosos de América, donó la mitad de su fortuna para obras de caridad. Pero nada parecía llenar su vida hasta que, ya anciano, a los 78 años se suicidó.

El Predicador buscó también la respuesta a su inquietud en los placeres. «No negué a mis ojos ninguna cosa que no desearan ni aparté mi corazón de placer alguno» (Ec. 2:10). Observemos, sin embargo, de nuevo la conclusión: «A la risa dije: enloqueces, y al placer, ¿de qué sirve esto?» (Ec. 2:2). La satisfacción de todos los deseos y necesidades, el carpe diem (vive el día) de los antiguos latinos acaba también produciendo un sentimiento de tedio. Los ejemplos en nuestra sociedad -hedonista en grado máximo- son innumerables. El mundo más vacío es el de la persona que vive sólo para divertirse.

Todos estos caminos -el trabajo, el estudio (el mundo académico), los bienes materiales, los placeres- son buenos en sí mismos. La Palabra de Dios no los condena. Cometeríamos un grave error si los presentáramos como algo negativo. Son facetas propias de la vida humana creadas por Dios para nuestro bien y disfrute. El problema surge cuando dejan de ser medios, instrumentos, y se convierten en un fin en sí mismas. Lo que frustra no es trabajar, sino vivir para trabajar; lo negativo no es entregarse a la ciencia, sino buscar en ella el sentido de tu vida; el vacío desesperante de las riquezas aparece cuando uno busca llenar con ellas el tedio vital. Cuando consideramos estos medios como la razón de ser de nuestra vida, entonces se convierten en agua que no sacia, en aspirina que no calma el dolor más que por un poco de tiempo. Ello es así porque no llegan a la raíz del problema tal como nos muestra el autor del Eclesiastés al final de su libro.

Así pues, la frustración es un sentimiento de vacío, de absurdidad que se expresa en apatía, desmotivación, un estar de vuelta de todo. Tristemente muchos jóvenes hoy sufren este «síndrome del Eclesiastés»: están de vuelta de todo sin haber siquiera empezado el camino; son viejos con veinte años. Les falta lo opuesto a la frustración: la ilusión y la esperanza.

¿La sociedad es la culpable? Las causas de la frustración

¿Cuáles son las causas de este tedio existencial? A simple vista, el problema parece radicar en el entorno social, en este «mundo loco lleno de gente loca» según nuestro poema inicial. Y no es una respuesta del todo errónea. La frustración es un fenómeno pluridimensional, algo así como una casa con varios pisos donde la influencia de los problemas sociales es innegable. Un análisis prolijo de estas causas sociales escapa al marco reducido de este artículo. Sin embargo, sí queremos mencionar tres ejemplos que reflejan valores e ídolos que nacen de una sociedad enferma y que, en un nefasto «feed-back» negativo, engendran frustración y más problemas sociales.

Un primer ejemplo, el aumento de la agresividad contra uno mismo y contra los demás. Los expertos en sociología y en salud mental nos alertan del incremento exponencial de los trastornos psíquicos en los últimos quince años. En esta línea, los intentos de suicidio y los suicidios consumados (agresividad dirigida contra uno mismo) son una de las principales causas de muerte entre jóvenes e incluso entre niños de 10-14 años.

Otra muestra de esta agresividad es el aumento dramático de la violencia en las relaciones personales: las agresiones en colegios e institutos, la proliferación de tribus urbanas que se pelean simplemente porque necesitan expresar la violencia que llevan dentro. Llega el fin de semana y las cadenas, las porras o los bates de béisbol constituyen el «equipo» necesario para practicar su deporte favorito: la guerra. Y qué diremos de la proliferación de costumbres casi sádicas como entrenar a perros de determinadas razas (rotweilers, pitbulls, etc.) para que se peleen hasta morir en un espectáculo tan violento como absurdo. Vivimos en una «cultura» -curioso contrasentido- de la violencia. Debemos decir, no obstante, que la agresividad también se manifiesta de formas mucho más sutiles e incluso bien vistas por una sociedad hipercompetitiva. El mundo de la empresa vive a diario situaciones donde el «yo» es afirmado de forma casi darwiniana: a fin de ascender, todo vale. No importa que tenga que pisar o maltratar a mi prójimo. ¡Cuántas carreras meteóricas dejan una estela de «cadáveres» emocionales a su alrededor!

Pablo Martínez Vila
 

El presente artículo es la transcripción adaptada de una predicación del Dr. Pablo Martínez en la iglesia en calle Verdi de Barcelona y fue editado por primera vez por Publicaciones Andamio (la sección editorial de los Grupos Bíblicos Unidos de España).

Julio/Agosto 2009: Jesucristo ante la frustración humana (II)


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