¿Retrocedemos al tiempo de los jueces?
La autoridad bíblica frente a la ética permisiva
Un texto sombrío que aparece reiteradamente en el libro de los Jueces (Antiguo Testamento) describe magistralmente la situación político-social y religiosa en la época transcurrida desde la muerte de Josué hasta el establecimiento de la monarquía hebrea: En estos días no había rey en Israel; cada uno hacía lo que bien le parecía (Jue. 17:6; Jue. 18:1; Jue. 21:25).
Durante el liderazgo de Moisés y Josué se reconocía la autoridad de éstos como representantes de Dios, por lo que su palabra tenía fuerza de ley. Desaparecidos ambos líderes del escenario histórico, sobrevino la anarquía. Cada israelita creía bastarse a sí mismo para determinar lo bueno y ordenar su conducta. Su opinión personal era su norma de vida. No tardó Israel en caer en las más variadas aberraciones y en formas inusitadas de perversión. El texto sagrado ha recogido algunos ejemplos: la idolatría (Jue. 2:11-12), la violencia política, puesta de manifiesto en la conducta de Abimelec (Jue. 9), la religiosidad deshumanizada (Jue. 11:19-40), la intemperancia (ejemplo de Sansón, Jue. 14-16), perversión sexual extrema (Jue. 19), conductas fratricidas (Jue. 20).
Muchos dirán que aquellos tiempos distan mucho de nosotros. Vivimos en el siglo XXI y la humanidad disfruta de los beneficios de una civilización avanzada. Pero tal afirmación no puede hacerse sin grandes reservas. El siglo XX ha visto ciertamente grandes avances científicos y tecnológicos, fuente de mayor bienestar; pero también ha registrado los episodios más estremecedores de la historia: dos guerras mundiales con millones de muertos, campos de concentración y exterminio, genocidios, a lo que todavía hoy puede añadirse la conculcación de los derechos humanos más fundamentales en muchos países. Moralmente la humanidad no ha progresado. Más bien parece que retrocede hacia la selva. El individualismo egoísta busca por encima de todo el goce y el beneficio propios, sin reparar en la licitud moral de los medios que se emplean para lograrlos.
Ese individualismo va de la mano con la autoafirmación de la persona y un concepto de libertad equivocado. Se pretende vivir con todos los derechos y con muy pocas obligaciones. La norma de conducta es la dictada por el criterio personal de cada individuo, dominado por una corriente impetuosa de permisividad. De ello se derivan la mayoría de anomalías sociales como la ruptura del vínculo matrimonial por motivos leves, el conflicto entre padres e hijos, la hostilidad de alumnos frente al profesor, la colisión de empresa y empleados, la lucha de todos contra todos para alcanzar una mejor situación. La competitividad se ha extendido a todos los niveles y el lema más generalizado en la sociedad actual es “triunfar, sea como sea”. No importa que el triunfo se obtenga perjudicando a otros menos dotados. Así prevalece la ley del más fuerte, que es la ley de la selva.
Un análisis del comportamiento social a lo largo de los siglos nos muestra que la sociedad de hoy no es en el fondo muy diferente de la de tiempos pasados. La tendencia a la autonomía individualista y a la permisividad es tan antigua como la raza humana. El libro del Génesis nos revela que Dios creó al hombre a su imagen, aunque sometido al orden sabio y benéfico que debía mantenerse entre criatura y Creador. Sin embargo, Adán rechazó la soberanía divina. No tenía suficiente con ser semejante a Dios. él mismo quería ser Dios. Y se rebeló contra Aquel a quien debía la existencia. Desde entonces el hombre, en su naturaleza caída, ha ignorado la autoridad de Dios, ha menospreciado sus leyes y ha tratado de imponer las suyas propias (“autonomía” en el sentido etimológico, de autós, propio, mismo, y nómos, ley). A falta de una autoridad objetiva superior, el legislador humano no se rige generalmente por criterios éticos claros, sino que suele ceder a las presiones de la masa social. En los países democráticos no puede dejar de pensar en las próximas elecciones. La gran preocupación en muchos casos no es legislar lo justo, sino complacer al mayor número posible de electores, especialmente a los más ruidosos. Así han sido y van siendo aprobadas por diferentes parlamentos occidentales leyes que autorizan el aborto (primeramente de modo restringido, en determinados supuestos; después, prácticamente “libre”), el reconocimiento de las parejas de hecho (incluidas las de homosexuales), la eutanasia activa. Masivamente la sociedad ha aprobado una permisividad sexual casi sin límites. Hablar hoy de castidad, de santidad del matrimonio o de cosas por el estilo es en opinión de la mayoría, una ridiculez. Y conceptos como respeto, autodisciplina o responsabilidad en el modo de vivir la sexualidad son fósiles residuales del nacionalcatolicismo.
No cabe en el limitado espacio de este artículo considerar los males derivados de la permisividad sin freno. Sólo a modo de ejemplo puede mencionarse el de los embarazos no deseados de mujeres solteras, generalmente compelidas a abortar. Muchos hoy creen ver resuelto el problema con la controvertida “píldora del día después”, que, en opinión de muchos especialistas, no deja de ser la destrucción de una vida humana en su génesis, es decir, un aborto. No parece que sean más recomendables las posturas “progresistas” respecto a las cuestiones arriba mencionadas. Los efectos a medio plazo de la ética permisiva actual sólo el tiempo los revelará.
Frente a la situación descrita, la Iglesia tiene el deber de hacer oír su voz profética proclamando a oídos del mundo la buena nueva y las leyes del reino de Dios. Pero tiene otra responsabilidad no menos urgente: la de instruir a sus miembros en el conocimiento de la ética cristiana. Teóricamente sabemos que la Iglesia es pueblo de Dios, a cuya autoridad ha de estar sometida. También sabemos que la voluntad de Dios está revelada en su Palabra y que la autenticidad de la fe cristiana se evidencia por la obediencia a sus enseñanzas. Jesús dijo: El que me ama, mi palabra guardará (Jn. 14:23). Y como la palabra de Cristo, palabra de Dios, llega a nosotros a través de la Sagrada Escritura, los criterios sobre cuestiones éticas deben establecerse siguiendo la enseñanza bíblica. Reconocer la autoridad de Dios implica un reconocimiento de la autoridad de la Biblia, fuente inmediata de la revelación. Esta ha sido la creencia tradicional de las iglesias protestantes desde la Reforma del siglo XVI (Sola Scriptura).
Sin embargo, hoy, en el seno de iglesias protestantes, no pocos de sus miembros prescinden de la orientación bíblica y asumen los mismos criterios éticos que predominan en la sociedad secularizada del mundo occidental, ampliamente difundidos por los medios de comunicación. Según una encuesta de la Alianza Evangélica inglesa, publicada por Religion Today y Protestante Digital, “el 33 por ciento de los jóvenes evangélicos de Gran Bretaña acepta como correcta la convivencia prematrimonial. El 10 por ciento considera aceptable el hurto de artículos pequeños, y la tercera parte declara que a veces es necesario el uso de la mentira”. Probablemente algo parecido, aunque con variaciones en los porcentajes, podría decirse respecto a los jóvenes evangélicos en Alemania y otros países europeos (cabe pensar que entre esos países también está España). Análoga tolerancia permisiva -o dudas serias- se observa en los temas del aborto, de la homosexualidad e incluso de la eutanasia activa.
Los datos son hondamente inquietantes, pues si prescindimos de la autoridad de la Biblia en cuestiones de ética, y actuamos siguiendo nuestro propio criterio, estamos imitando a aquellos israelitas contemporáneos de los jueces cuando cada uno hacía lo que bien le parecía y exponiéndonos a los males de una autonomía que suele degenerar en formas de comportamiento antinaturales. Las razones que apoyan la autoridad de la Escritura no son sólo teológicas; fundamentalmente coinciden con motivos de orden natural. Y no se diga que la Biblia fue escrita por hombres que vivieron un una época arcaica, en circunstancias del todo diferentes de las nuestras; que, por consiguiente, las normas éticas de aquel entonces no pueden aplicarse al hombre del siglo XXI. En el fondo, la sociedad de nuestros días, desde el punto de vista moral, se diferencia muy poco de la de tiempos bíblicos: las mismas ambiciones, semejante agresividad (sin duda más destructiva), la misma intemperancia frente a los apetitos sensuales, análoga indiferencia hacia las necesidades y los derechos del prójimo.
Pero existe otro peligro cuando privamos a la Biblia de autoridad para decidir cuestiones morales. En tal caso, y en buena lógica, no hay motivos para reconocerle autoridad en ninguna otra cuestión. Si se rechazan, por ejemplo, el decálogo, el sermón de la montaña y las restantes normas éticas del Nuevo Testamento, ¿se puede consistentemente dar por válidas las enseñanzas relativas a la gracia de Dios, a la obra redentora de Cristo y la salvación? Queramos o no; nos guste o no nos guste, la suplantación de la ética de la Escritura por criterios nacidos del secularismo y la permisividad equivale a socavar los cimientos de la fe cristiana. Un creyente que quiera ser fiel a la Palabra de Dios no puede permitirse tal licencia.
Por otro lado, en nuestras iglesias evangélicas se sobreentiende que todos sus miembros han ingresado por convicción y decisión propia y que se comprometen a no sólo a respetar sino también a asumir su declaración de fe y las normas de conducta que tal iglesia reconoce como derivadas de la Palabra de Dios. Si en algún momento uno de ellos está en desacuerdo con esa confesión de fe y con esas normas y actúa en conformidad con sus ideas particulares, lo coherente no es limitarse a proclamar su discrepancia, sino revisarla a fondo con ayuda pastoral a fin de superarla, y, en caso de seguir manteniéndola, salir noblemente de la comunidad de modo tan voluntario como cuando entró.
Ni hoy ni nunca puede haber un cristiano que piense y obre como si no hubiese rey en Israel . ¡Lo hay! Es el Rey de reyes. Y su palabra permanece para siempre (1 Pe. 1:23).
José M. Martínez
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