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Enero 2002
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Voces de aliento al inicio de un año nuevo

El comienzo de un nuevo año suele suscitar preguntas: ¿Qué nos reportará? ¿Entrañará experiencias venturosas o, por el contrario, días de amargura y frustración? La situación del mundo en los primeros años del siglo XXI no parece la más propicia para generar optimismo. Los graves acontecimientos del pasado reciente han dejado en suspenso sobre el horizonte nubarrones oscuros que poco de bueno hacen presagiar. Dos palabras resumirían el estado de ánimo de millones de personas al comenzar el año 2002: incertidumbre y ansiedad. Sin embargo, el creyente que da oídos a la Palabra de Dios percibe voces que eliminan o calman la congoja.

Esas voces llegan a nosotros a través de numerosos textos de la Biblia. Aquí analizamos el capítulo 40 del libro de Isaías. Es un mensaje del profeta dirigido a los judíos que, libres de su cautiverio en Babilonia, habían de enfrentarse con la difícil tarea de reconstruir Jerusalén y las estructuras políticas de la nación y ordenar su vida espiritual en circunstancias descorazonadoras. He aquí esas voces:

La voz del perdón

Hablad al corazón de Jerusalén; decidle a voces que su tiempo es ya cumplido, que su pecado está perdonado... (Isaías 40:2).

La palabra de Dios siempre va dirigida al corazón. Y siempre entraña el anuncio del perdón divino. El pueblo judío se había apartado de Dios; le había ofendido con su idolatría, sus injusticias y su falsa religiosidad. Esta apostasía le había acarreado severos juicios del Señor; el último, la cautividad babilónica. Pero el juicio se había cumplido. Ahora llegaba la hora del perdón y la renovación. Siempre es así. Por eso la misericordia de Dios siempre abre puertas a un futuro luminoso.

Muchas personas, al examinar su vida con un mínimo de sensibilidad moral, son conscientes de que han pecado (contra Dios y contra el prójimo), y el remordimiento las tortura. No hay carga más pesada que el sentimiento de culpa. En esos casos lo mejor, lo único que resuelve el problema, es el arrepentimiento con la confesión a Dios del pecado y la reparación cuando es posible. Cuando se asume esta actitud, Dios perdona, pues la sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado (1 Jn. 1:7); la carga desaparece; surge en el alma la paz de Dios. Por eso es bienaventurado aquel cuyas transgresiones son perdonadas y borrados sus pecados (Sal. 32:1). Por eso el creyente restaurado canta: Bendice alma mía al Señor... él es quien perdona todas tus iniquidades... (Sal. 103:1-3). Poder apropiarse estas palabras es una buena manera de comenzar un año.

La voz de la esperanza

VOZ que clama en el desierto: Preparad camino al Señor... Todo valle sea alzado y bájese todo monte y collado... ¡Que lo torcido se enderece y lo áspero se allane! Entonces se manifestará la gloria del Señor (Isaías 40:3-5).

El camino de Babilonia a Jerusalén no era una autopista. Entre ambas ciudades se interponía el desierto con sus montículos arenosos y sus hondonadas sombrías, con peligro de fieras y de bandoleros; sin sombra, sin agua...; sin la certeza de que les esperaba un futuro radiante. Al llegar a su destino, ¿no caerían en la más dolorosa decepción? Los muros de la ciudad, derruidos; el templo, hecho una ruina; las calles y las casas que todavía permanecían en pie, ennegrecidas después de largos años transcurridos desde que fueron incendiadas por el ejército de Nabucodonosor. Y como si esto fuera poco, a su alrededor acechaban pueblos y gobernantes implacables fieramente opuestos a los judíos. No es de extrañar que muchos de los liberados del cautiverio se sintiesen invadidos por el espíritu del desierto y cayeran en el desaliento. Pero no tenían por qué temer si confiaban en su Dios y andaban en su santo temor. Pero esto sí era indispensable: Toda actitud de autoensalzamiento (todo monte y collado) debía ser abandonada, y, por el contrario, todo valle (toda forma de duda o depresión) debía ser alzado. Además, lo torcido (conductas contrarias a la Palabra de Dios) debía ser enderezado y lo áspero (lo que hiere o molesta) allanado. En una palabra, el pueblo que había recobrado su libertad había de vivir conforme al estándar espiritual fijado por Dios en su ley. Esto obligaba a un arrepentimiento sincero y a una auténtica conversión. Los judíos provenientes del exilio necesitaban no sólo la reconstrucción de la Jerusalén material. Necesitaban sobre todo una restauración espiritual. Sólo de este modo podría manifestarse la gloria del Señor (Is. 40:5).

A la luz de esta gloria, todo se vería diferente. Los judíos no mirarían a las ruinas, ni a la miseria, ni al caos. Mirarían al Todopoderoso. Y con esa mirada verían la gloria de su majestad poderosa en el ejercicio de su soberanía y la gloria de su amor compasivo. Verían que Dios cambia las situaciones más penosas en experiencias de bendición. Es la visión que el pueblo de Dios y cada creyente necesitamos en todos los tiempos (también en el siglo XXI). El fulgor de esa manifestación de la gloria divina desvanecerá toda sombra y, ahuyentando ansiedades y temor, inflamará la esperanza. Él siempre tiene cosas nuevas, regocijadoras, para nuestro futuro. Si sabemos avistarlas mediante los ojos de la fe, podremos decir como el Salmista: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿de quién temeré? El Señor es la fortaleza de mi vida, ¿de quién (o de qué) he de atemorizarme? (Sal. 27:1) y el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida (Sal. 23:6).

La voz del realismo existencial (Isaías 40:6-10)

En este pasaje la voz llama la atención sobre la existencia humana. El perdón divino no garantiza una vida gloriosa sobre la tierra. La Palabra de Dios siempre es realista. En el texto que consideramos se enfatiza la importancia de esta verdad. La voz divina dice al profeta: Da voces. Dilo bien alto para que todos se enteren y reflexionen.

Cuando tantas personas se jactan de su poder, su sabiduría o sus riquezas, Dios presenta al desnudo la realidad. ¿Qué es el hombre? Hierba, y toda su gloria como flor del campo. La hierba se seca y la flor se marchita, porque el viento del Señor sopla sobre ella. ¡Ciertamente como hierba es el pueblo! (Is. 40:6-7). Aun la persona más fuerte arrastra consigo la debilidad en todos los aspectos (físico, mental y moral). Si la adversidad le golpea con fuerza reiteradamente, acaba derrumbándose. Si la tentación le asedia con dureza, cede a ella. Paulatinamente se va debilitando. Aumentan los achaques. Y en el momento menos pensado una bacteria invisible, un virus, un accidente o un deterioro físico extremo acaban con su vida.

Esta vida es breve, por más que la ciencia hoy muchas veces la prolongue. También hoy puede decirse con razón que el hombre es corto de días y hastiado de sinsabores, brota como una flor y es cortado, huye como una sombra y no permanece (Job 14:1-2). Sus años están contados (Job 16:22) y pronto habrán llegado a su fin. Entonces, demasiado tarde, muchos reconocerán que su vida en la tierra ha sido vanidad de vanidades, todo vanidad (Ec. 1:2).

No obstante, aunque el hombre perece, hay algo que perdura: La palabra del Dios nuestro permanece para siempre (Is. 40:8). Permanece su palabra de juicio, pues juicio es la mortalidad humana: La hierba se seca y la flor se marchita porque el viento del Señor sopla en ella (Is. 40:7). Pero igualmente permanecen las palabras de perdón y las múltiples promesas de bendición que Dios ha dado a cuantos de corazón se vuelven a él. Mi vida se va consumiendo; mi vigor me va dejando; veo en torno mío peligros y duras pruebas, todo lo cual quizás aumentará a lo largo del año. Pero la palabra de Dios me dice: No temas, porque yo te redimí... Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán; cuando pases por el fuego, no te quemarás y la llama no arderá en ti (Is. 43:1-2). Es que Dios, fiel, no permite que sus hijos sean probados más de lo que son capaces de soportar, sino que juntamente con la prueba da la salida para que puedan resistir (1 Co. 10:13). Si esto es así -y lo es- todo creyente puede decir: En Dios he confiado. No temeré, (Sal. 56:3, Sal. 56:11). Mientras experimenta las variopintas vivencias existenciales que la vida conlleva, por encima de toda otra súplica, clamará: ¡HABLA, SEÑOR!. Cuando su voz llega a mí, mi alma revive, porque su Palabra permanece para siempre. Siempre ilumina, siempre vigoriza, siempre salva.

La voz que revela a Dios (Isaías 40:9-31)

Súbete sobre un monte alto, anunciadora de Sión; levanta con fuerza tu voz... Di a las ciudades de Judá: ¡Ved aquí al Dios vuestro! (Isaías 40:9).

A partir de este versículo se hace una descripción admirable de algunas características de Dios, probablemente las más alentadoras.

1. Señor poderoso (Is. 40:10)

A lo largo de la historia de Israel Dios se había manifestado como el Shaddai, el Todopoderoso (Gn. 17:1; Gn. 35:11; Gn. 48:3), el Rey Supremo ante el cual ningún otro poder puede prevalecer. Él quita reyes y pone reyes (Dn. 2:21). Su brazo lo sojuzga todo y retribuye a todos según los principios de su justicia (Is. 40:10). Los israelitas habían aprendido que el que habita al abrigo del Altísimo mora bajo la sombra del Omnipotente (Sal. 91:1). Su poder es ilimitado (Mt. 19:26). Es suficiente para librar a su pueblo de peligros y calamidades (Sal. 91:4-6) y, aun en medio de aflicciones, hacerlo vivir en apacible bienestar.

Lo que la voz proclama en este versículo tiene un carácter profético. Apunta al día de la plena restauración de Israel; pero más allá del retorno del pueblo judío a su tierra, proclama el hecho paradójico de la encarnación del Salvador. Es verdad que Cristo vino a esta tierra con una apariencia de debilidad, en calidad de siervo. Era una venida de humillación (Fil. 2:8). La cruz era expresión de impotencia. Había mucho de realismo en las palabras de algunos que contemplaron la crucifixión de Jesús: A otros salvó; a sí mismo no se puede salvar (Mt. 27:42). Pero una vez cumplido el propósito de la cruz (la expiación del pecado) la debilidad del crucificado, tras la resurrección, daría lugar al poder sin límites del Hijo de Dios. Y ahora, aunque fue crucificado en debilidad, vive por el poder de Dios (2 Co. 13:4), Dios lo exaltó sobre todas las cosas y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla (Fil. 2:9-10). Ello explica que antes de su ascensión al cielo el Señor Jesucristo dijera: Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra (Mt. 28:18).

Con su poder el Señor, a lo largo de los años, controla la historia del mundo, especialmente la de su pueblo, y la de cada uno de sus redimidos. Cualesquiera que sean las circunstancias de su futuro, el cristiano puede decir con Pablo: Todo lo puedo en Cristo que me fortalece (Fil. 4:13).

2. Pastor solícito (Is. 40:11)

Pocas metáforas son tan expresivas del carácter y la acción de Dios como la del pastor. Ya en días del Antiguo Testamento se invocaba a Dios como el Pastor de Israel (Sal. 80:1). Y en el Nuevo Testamento hallamos la figura admirable del Buen Pastor, el bendito Hijo de Dios. A la luz de Juan 10, vemos que Cristo conoce a sus ovejas (Jn. 10:14), con todos sus defectos y torpezas; las guía (Jn. 10:4); es hondamente sugestiva la expresión va delante de ellas. Al principio de un año no sabemos lo que éste nos traerá. Pero sabemos que en el transcurso del tiempo, el Señor va delante. Él nos despejará el camino. Como a Josué, nos dice: Yo estaré contigo por dondequiera que vayas (Jos. 1:9). Asimismo el Buen Pastor a su poder une su solicitud y ternura. Es comprensible; él dio su vida por sus ovejas (Jn. 10:11). Le somos carísimos.

3. Creador (Is. 40:12-21)

En este pasaje sobresalen el poder y la sabiduría de Dios (Is. 40:12), su grandeza incomparable (Is. 40:15-17) y lo absurdo de la idolatría (Is. 40:18-21).

Por otros textos de la Escritura sabemos que el Dios que un día creó los cielos y la tierra (Gn. 1:1), que un día creará cielos nuevos y tierra nueva (Ap. 21:1, Ap. 21:5), y que ahora hace una nueva creación de cada creyente en Cristo (2 Co. 5:17), también es poderoso para transformar las situaciones más difíciles y penosas de nuestra vida. Él convierte en oasis el desierto, la oscuridad en luz, la angostura en liberación. También lo hará en este año que comienza.

4. Sostenedor y vivificador de su pueblo (Is. 40:27-31)

Los judíos cautivos en Babilonia habían caído en el desaliento (el arma favorita del diablo). Veían el futuro con pesimismo, Pero este pesimismo era infundado. Su futuro estaba iluminado por promesas divinas de restauración.

Admitimos la verdad de que nosotros, los humanos, frecuentemente nos fatigamos y desfallecemos (Is. 40:30). Nuestra fe se debilita y quedamos postrados en la perplejidad y el desánimo. Pero el Dios eterno... no desfallece ni se fatiga con cansancio (Is. 40:28). Por eso los que esperan en él tendrán nuevas fuerzas (Is. 40:31), para andar, para correr e incluso para remontarse a las «alturas celestiales» en Cristo.

Con esas fuerzas renovadas avancemos a lo largo del nuevo año, dispuestos a correr con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús (Heb. 12:1-2).

José M. Martínez
 


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