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Alabanza y adoración

Ambos actos son propios del creyente que reconoce la grandeza de Dios. Ambos son distintivos de la vida piadosa y fuente de enriquecimiento espiritual. Un cristiano vivo alaba y adora a Aquel a quien ama y sirve.
Posiblemente muchos verán en el título dos términos sinónimos, pero en realidad no significan exactamente lo mismo. Muchas veces en la alabanza hay adoración y la adoración va acompañada de alabanza, pero no siempre. De ahí la conveniencia de ahondar en el significado de ambas palabras, pues ambas expresan aspectos fundamentales de la experiencia cristiana.

La alabanza

Alabar, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, es «elogiar o celebrar con palabras». Significa también ensalzar o glorificar. La alabanza puede tributarse a una persona por algún hecho o virtud sobresaliente. Pero en la Biblia la alabanza por excelencia se reserva para Dios, hacedor de maravillas y dador de todo bien. Dios es alabado por lo admirable de su obra en la creación (Sal. 104), por la redención de su pueblo (Éx. 15:1-21), por su perdón y su poder restaurador (Sal. 103:1-3) porque él «nos corona de bienes y misericordias» (Sal. 103:4). Es lógico deducir que la alabanza es una expresión gozosa surgida de espíritus agradecidos por lo que Dios es y por lo que hace. Ese gozo, desde los tiempos más antiguos, ha inspirado preciosos cánticos al pueblo de Dios, a menudo acompañados de música instrumental (Sal. 150). La alabanza, como puede verse en muchos de los salmos, ha constituido siempre un elemento esencial en el culto de la comunidad creyente.
Este aspecto comunitario de la alabanza invita a la reflexión, dada la importancia creciente que se le da en muchas iglesias, no siempre de modo equilibrado. Es lógico que, si el culto es la hora de encuentro de los creyentes con Dios, éstos le ensalcen y proclamen su gloria. Pero no parece justificado que la alabanza llegue a convertirse en el elemento principal, a veces en detrimento de la predicación de la Palabra. Quizá se olvida que es a través de ella como Dios nos habla. El encuentro con él en el culto no debe reducirse a un monólogo. Ha de ser un diálogo en el que la alabanza sea una respuesta a lo que la Palabra nos dice.
Conviene asimismo prestar atención al modo como se practica hoy la alabanza en determinados lugares. En algunas iglesias se ha generalizado el uso de himnarios o cancioneros especiales que se distinguen por el énfasis en cómo el creyente vive su experiencia de la salvación, generalmente de modo triunfalista: todo es gozo, felicidad, victoria. Apenas se hallan referencias a las experiencias de debilidad y derrota. Predomina el elemento sentimental en contraste con un gran déficit doctrinal. El mensaje de los cánticos o «coritos» a menudo es excesivamente pobre, tanto en contenido como en estilo; y a falta de substancia bíblica, e incluso de inspiración poética, se repite machaconamente una misma frase. No pocas veces en algunas iglesias, cuando la canción consta de una sola estrofa, ésta generalmente se repite (en algunos casos más de una vez), sin que por ello se enriquezca su contenido. Lo peor es que algunos de los textos expresan errores doctrinales deplorables o afirmaciones que contradicen la realidad. Podemos recordar el «corito» «No puede estar triste el corazón que tiene a Cristo», pero el Señor mismo estuvo «muy triste» en un momento crucial de su vida (Mt. 26:38). Ese tipo de alarde triunfalista se observa también en himnarios más «clásicos». Viene a mi mente una de las estrofas del conocido himno Firmes y adelante, que en su versión castellana comienza con las siguientes palabras: «Muévese potente la iglesia de Dios». ¿De veras es así? La verdad en la mayoría de los casos ¿no es más bien todo lo contrario? En alguna ocasión he sugerido que se cante «Muévase» (no «Muévese») potente la Iglesia de Dios». Hay mucha diferencia entre el indicativo y el imperativo, entre lo real y lo ideal.
La importancia del contenido de la alabanza se hace evidente si tenemos en cuenta uno de sus aspectos esenciales, frecuentemente olvidado. En el Antiguo Testamento la palabra más frecuentemente usada para expresar la idea de alabar es yadah (confesar). En efecto, lo que declaramos cuando alabamos a Dios es una confesión de nuestra fe en él, un proclamación de su magnificencia y de las gloriosas verdades que hallamos en su Palabra. Indirectamente es una predicación a quienes escuchan, especialmente a los que todavía no son creyentes. Por tal razón conviene que la alabanza esté impregnada de Evangelio.
Gracias a Dios, y pese a los defectos que puedan observarse en algunos cánticos, todavía son muchos los cantados en nuestras iglesias que transmiten estímulo espiritual. Ensalzan a Dios en lo excelso de su esencia, de sus atributos, de sus obras; exaltan a su Hijo como el Salvador perfecto, y su obra como la mayor maravilla de la historia; honran su Palabra y su fidelidad, lo maravilloso de su gracia... en una palabra, dan relieve a los cimientos de nuestra fe. Lo que sucede es que con demasiada frecuencia cantamos distraídos, sin sopesar reflexivamente lo que cantamos. Cuando alabamos al Señor concentrados, si el texto de nuestro cántico ha nacido de las entrañas del Evangelio, más de una vez nuestra alma se verá bañada en luz celestial. ¡Bendición inefable! Que nada venga a privarnos de ella cuando, en comunión con hermanos nuestros, loamos a nuestro Dios. Lo que acabamos de indicar debería ser la experiencia de todo cristiano, especialmente la de aquellos (si los hay) que dirigen a la iglesia en el canto. Este servicio es sagrado, incompatible con cualquier forma de frivolidad. La finalidad de la alabanza es glorificar a Dios, no exhibirnos a nosotros mismos. Con profunda devoción hemos de hacer nuestras las palabras del salmista: «Alaba, oh alma mía, al Señor. Alabaré al Señor en mi vida, cantaré salmos a mi Dios mientras viva» (Sal. 146:1-2).

La adoración

Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, la adoración suele incluir todos los elementos del culto. Pero nunca debería perderse de vista el meollo del concepto. Los términos bíblicos usados para expresar la idea de «adorar» significan literalmente inclinarse hacia adelante, prosternarse. Es la acción propia del siervo ante su señor; indican respetuoso sometimiento y obediencia. En el lenguaje religioso significa sumisión reverente a Dios, reconocimiento de su soberanía, acatamiento de su voluntad. Es exclamar humildemente: «¡Señor mío y Dios mío!».
Esta prosternación ante la divinidad suele efectuarse como resultado de una manifestación extraordinaria de la grandeza divina (Éx. 4:31; Éx. 12:27; Éx. 33:10). Adoramos a Dios maravillados al contemplar, por ejemplo, una espléndida puesta de sol; al recogernos en el silencio de un templo cristiano; al escuchar un coro que alaba a Dios y ensalza sus obras. O al meditar en la muerte redentora de Cristo y en su gloriosa resurrección. En estos casos es relativamente fácil adorar al Señor. Pero hay otras situaciones en las que la adoración parece fuera de lugar o incluso imposible. Sin embargo, el cristiano debe ser un adorador perenne. Veamos algunas de las circunstancias en que debe reconocer con espíritu sumiso la presencia y la intervención de Dios:

Adoración ante las maravillas de la providencia

La inmensa mayoría de personas, en un momento u otro de su vida, tiene la experiencia de que todo le va bien: las dificultades desaparecen; los problemas se resuelven, y todo parece ordenado por una mano benéfica. El ateo dice: «¡Suerte!». El engreído: «Me lo merezco». Pero el creyente ve en ello la providencia amorosa de Dios. Así interpretó el mayordomo de Abraham los acontecimientos que sobre su viaje en busca de mujer para el hijo de Abraham se narran en el capítulo 24 del Génesis. Al ver que todo se había desarrollado de modo maravilloso, «se inclinó y adoró» (Gn. 24:26). La explicación la da él mismo en el versículo siguiente: «Bendito sea Yahvéh, que no apartó de mi amo su misericordia y su fidelidad, guiándome Yahvéh en el camino a casa de los hermanos de mi amo». Se daba cuenta de que había un factor divino en cuanto le acontecía. Es lógico que, ante la manifestación evidente del Señor de su señor, se inclinara y adorara. ¿Es esa nuestra actitud cuando la vida nos sonríe con experiencias placenteras o, como los escépticos, también pensamos que «es normal»? Reconocer la inserción de Dios en nuestra vida es el principio de la verdadera piedad.

Adoración ante lo incomprensible

Es relativamente fácil reconocer al Dios presente en situaciones de bienestar. No lo es tanto cuando hemos de enfrentarnos con pruebas duras, cuando fácilmente nos asaltan dudas sobre el poder y el amor del Altísimo, cuando no entendemos el porqué de muchas cosas, cuando la realidad de lo que sucede parece contradecir las promesas divinas. Este fue el problema de Abraham cuando Dios le pidió que le ofreciera su único hijo, Isaac, en sacrificio. ¿Cómo podía armonizarse la muerte del unigénito con la promesa que Dios había hecho al padre? ¡Incomprensible misterio! Pese a todo, Abraham se mantuvo sumiso ante la soberanía de Dios y se dispuso a consumar el sacrificio con su propia mano, convencido de que Dios es poderoso aun para resucitar a los muertos. Por eso, llegados a la falda del monte Moriah, dice a sus siervos: «Esperad aquí con el asno, y yo y el muchacho iremos hasta allí y adoraremos, y volveremos a vosotros» (Gn. 22:5). Adoración, acatamiento de la soberanía divina aun sin entender. La fe en pugna con la razón, pero sometiéndose a Dios. Cree y actúa «en esperanza contra esperanza... plenamente convencido de que Dios es poderoso para hacer lo que ha prometido» (Ro. 4:18, Ro. 4:21).
Más impresionante, si cabe, es el ejemplo de Job. Un viento huracanado de adversidad se ha desatado sobre él. Ha perdido su hacienda y sus hijos. Pronto perdería su salud. Y quedaría sumido en una perplejidad torturadora al no poder entender la actuación de Dios. ¿Qué hace ante tamaño infortunio? «Se levantó, rasgó su manto, rasuró su cabeza, se postró en tierra y adoró» (Job. 1:20). Comprende que todo en esta vida es contingente y bendice el nombre de Dios, sea cual sea el destino que le tenga reservado (Job. 1:21; Job. 2:10). Eso es adorar.

Adoración ante el Cristo glorificado

En el capítulo 5 del Apocalipsis hallamos una descripción sublime del Señor Jesucristo. Es el Cordero de Dios (Ap. 5:6) que quita el pecado del mundo, el único que puede abrir los sellos de la historia humana. Lo más sobresaliente es que con su sangre nos redimió (Ap. 5:9). La magnificencia de su obra le hace acreedor a «la alabanza, el honor, la gloria y el dominio por los siglos de los siglos» (Ap. 5:13). Ante una visión tan maravillosa, no sorprende lo que los «cuatro seres vivientes» (seres celestiales) y los «veinticuatro ancianos» (representando a la totalidad del pueblo de Dios) hicieron: «se postraron sobre sus rostros y adoraron al que vive por los siglos de los siglos» (Ap. 5:14). ¿Podemos abstenernos de hacer lo mismo nosotros hoy, individualmente y como iglesia? La adoración también tiene una dimensión comunitaria. La Iglesia cristiana ha de ser una Iglesia adoradora que reverentemente, con gratitud y entrega, se postra ante su Señor.

A modo de conclusión, valga un último ejemplo. Cuando en días de Moisés la gloria de Yahvéh (la shekinah) descendía sobre el tabernáculo a ojos de todo el pueblo, «se levantaba cada uno a la puerta de su tienda y, postrado, adoraba» (Éx. 33:10). Nosotros, pueblo cristiano, vemos resplandecer la gloria de Dios de modo inefable en la faz de Jesucristo (2 Co. 4:6). ¿No le adoraremos? ¿No confesaremos: «Oh Dios, tú eres nuestro Señor. Como siervos, nos sometemos gozosamente a ti. Ayúdanos a hacer tu voluntad»? Sí, y en el seno de la comunidad creyente, nos diremos unos a otros: «Venid, adoremos y postrémonos; arrodillémonos delante del Señor, nuestro Hacedor» (Sal. 95:6).
En esa experiencia de adoración seguramente no faltará la alabanza, el gozo profundo. Y ello nos moverá a cantar: «Con labios de júbilo te alabará mi boca» (Sal. 63:5). Motivos no nos faltan. Si no hallamos ninguno, haremos bien en leer el Salmo 136. El estribillo no puede ser más expresivo: «porque para siempre es su misericordia».

José M. Martínez
 


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