El misterio del sufrimiento
Reflexión y oración
Reflexión
Según reza el adagio castellano, no todos los ojos lloran en un día, pero todos lloran algún día. Gran verdad. Vivimos en un mundo de sufrimiento y nadie puede evitarlo por completo. Constantemente nos amenazan el dolor físico causado por enfermedad o por accidente y la angustia no menos dolorosa causada por quebrantos materiales o pérdida de seres queridos, por problemas familiares, por el abandono o la soledad, el desamor, el temor a un futuro incierto, ofensas recibidas, dardos de malevolencia, complejos torturadores, grandes frustraciones, o la inquietud que genera la situación del mundo, atormentado por la violencia y corroído por la injusticia y la ambición. Con razón dijo el Señor: «En el mundo tendréis aflicción...» (Jn. 16:33).
Tan penosa realidad ha suscitado infinidad de veces la pregunta: «¿Por qué? Si Dios es Todopoderoso y un Dios de amor, ¿por qué permite tanto sufrimiento?» El problema resulta tan angustioso como inexplicable, especialmente cuando la persona que sufre no merece tal padecimiento. Eso fue lo peor del tormento de Job. Es desconcertante ver cómo los justos son azotados por la aflicción mientras que los impíos disfrutan plácidamente de bienestar (Sal. 73:3-7, Sal. 73:12). No debe extrañar que cuando un creyente fiel se ve azotado por el vendaval del sufrimiento se pregunte tan perplejo como dolorido: ¿Por qué a mí? ¿Qué sentido tiene esta experiencia?
Hemos de reconocer que nos hallamos ante un misterio. Misterio son muchas manifestaciones de la providencia de Dios. Haremos, pues, bien en no precipitarnos a dar respuestas fáciles a los grandes interrogantes que la teodicea nos plantea. Sin embargo, la Palabra del Señor nos ayuda a entender algo de lo que puede significar el sufrimiento. En algunos casos puede ser un medio del que Dios se vale para nuestra corrección y perfeccionamiento (Sal. 94:12-13; Heb. 12:6). Otras veces, como en la experiencia de Pablo, puede tener por objeto hacer patente nuestra debilidad, la necesidad de humildad y lo maravilloso de la gracia de Dios (2 Co. 12:7-9). Pero probablemente las más de las veces el sufrimiento tiene como finalidad la purificación y robustecimiento de nuestra fe (1 Pe. 1:6-7), así como la maduración espiritual (Stg. 1:2-4; Ro. 5:3-5). Por otro lado la tribulación nos capacita para consolar y ayudar a quienes también están atribulados (2 Co. 1:3-4), que no son pocos. De este modo, en un mundo tan atormentado por el dolor, el creyente puede ser canal por el que fluya hacia otros la consolación divina y el coraje para superar la punzada de las pruebas. No menos iluminador es el hecho de que, como alguien ha dicho, «Dios usa la aflicción como preludio a la exaltación del creyente». No olvidemos el texto ya mencionado de 1 Pe. 1:7. Pablo es igualmente explícito cuando afirma que «esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria» ( 2 Co. 4:17), «pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse» (Ro. 8:18).
Junto a todas estas consideraciones, y por encima de ellas, hay un hecho singular que ilumina el misterio del sufrimiento: la humillación y los padecimientos de Cristo. Empezaron éstos con su encarnación. Durante su ministerio público fue objeto de ultrajes, de menosprecio, de rechazamiento, de abandono, de soledad. Y en la hora cumbre de su vida: la cruz con todo su horror físico y moral. Todo lo soportó. Todo lo superó. Tenía razón el profeta: «Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto... fue menospreciado y no lo estimamos» (Is. 53:3). Pero todo concluyó con el triunfo de su resurrección. Entonces lo que había sido sufrimiento se trocó en reivindicación y gloria.
De ese triunfo y de esa gloria quiere hacer partícipes a sus redimidos. Con él y por él podemos experimentar que el sufrimiento entraña bendición, y que finalmente a la tristeza le sucede el gozo (Jn. 16:20; Sal. 29:5). Bien podemos hacer nuestras las palabras de Pablo: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada?... Antes en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de Aquel que nos amó. Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro.» (Ro. 8:35-39).
Oración
(El poema que sigue fue escrito por el que suscribe con motivo de una delicada operación de hernia discal en abril de 1980)
Ya sé, Señor, que esta hora no es hora de lamentaciones. Tu camino es perfecto y cuanto haces es bueno. Pero tu perfección no excluye mis preocupaciones. Mi mente es hervidero de pensamientos dispares. A menudo la vida se ve tan confusa... Las experiencias, tan contradictorias... goces y llantos, esperanzas y desilusiones... Se alternan o cohabitan esplendores y tinieblas, de las mayores alturas el salto a la depresión.
No me extraña que algunos se pregunten si la vida tiene sentido o si es «un cuento narrado por un idiota, lleno de sonido y pasión fiera, pero sin ningún significado»; si la historia del mundo y de cada ser humano admite una explicación coherente o si es «un conjunto de trazos hechos por una mosca embriagada
con las patas mojadas en tinta, avanzando vacilante sobre una hoja de papel blanco».
Al tratar de guiarme por mis propios razonamientos o por las especulaciones de los filósofos, cuanto más pienso, más oscuro se me torna todo. ¿Fe? ¿Escepticismo? ¿Resignación? ¿Desesperación?
Pero tengo, oh Dios, tu Palabra, «lámpara a mis pies, lumbrera para mi camino», Palabra viva encarnada en Jesucristo. Por ella sé que tú eres justo, sabio, poderoso, amante, aunque a veces te envuelvas en velos de misterio. Eres un Dios Padre, providente, soberano, Señor del espacio y del tiempo, del universo y de la historia, de individuos y de pueblos, de lo religioso y de lo secular, de lo temporal y de lo eterno.
Tu soberanía no siempre se muestra clara. Este mundo nuestro parece tan lejos de tus dominios... No es fácil ver tu Reino en el imperio de las tinieblas. Aun en tu Iglesia resulta a veces arduo ver acatada esa autoridad tuya que confesamos. Todos clamamos: «¡Señor, Señor!» Pero...
Sin embargo, tu Palabra y tu Espíritu me enseñan que puedo ver el sol por encima de las nubes, la belleza de las flores, los montes y el cielo azul a través de los muros de cualquier mazmorra lúgubre en que me encuentre. Me aseguran que tú eres el primero y el último; que, a pesar de la humana rebeldía, tú eres el REY. Tu reino aún lo es en conflicto; pero la batalla decisiva ya fue ganada por tu Hijo. Y ese Reino avanza hacia su consumación gloriosa Sursum corda! - ¡Arriba los corazones!
Ahora, como Abraham, vivo esperando en Dios cuando todo camino parece cerrado a la esperanza (Ro. 4:18). A mi alrededor, mucha oscuridad, pero ¡creo en la luz! Muchos errores y prejuicios, pero ¡creo en la verdad! Mucho egoísmo, ingratitud, deslealtad, pero ¡creo en el amor!. Y lo siento derramado a raudales sobre mí. Vivo en mi propia carne el sufrimiento y pienso más que nunca en el de los demás, pero ¡creo en el gozo! Vivo horas de lucha, pero ¡creo en la paz! No me faltan momentos de soledad íntima, pero ¡creo en un Dios que me acompaña! Oigo en mi interior silencios misteriosos, pero ¡creo en un Dios que habla! Pienso en mi futuro y a veces me inquieto, pero ¡creo en un Dios fiel! Más de una vez estos días me ha rondado el pensamiento de la muerte. La miro serenamente; pero no estoy enamorado de ella, consecuencia final del pecado, catástrofe sin par. Racional y existencialmente, no puede ser más horrenda; pero ¡creo en un Dios que, a través de Jesucristo, se revela como Resurrección y Vida!
Sí, creo en ti, oh Dios. Y creo en tu Palabra. Creo sinceramente, aunque mi fe no sea imperturbable. La mía, tú lo sabes, no es fe de ángel ni de supersanto. Es fe de hombre, de creyente común, con oscilaciones, con certidumbres y dudas, con triunfos y derrotas. Conozco la experiencia inefable del Dios cercano. Y la del Dios lejano. Mi fe se asemeja a la de Job, David, Jeremías, Habacuc, Juan el Bautista... Pero al fin -¿no es cierto?- lo que realmente cuenta no es mi fe fluctuante, sino tu firmeza, oh Dios; en ti se apoya mi confianza. Cuando la mano de mi fe se ha debilitado, siempre «los brazos eternos» (Dt. 33:27) me han rodeado. «Cuando yo decía: "Mi pie resbala", tu misericordia, oh Dios, me sostenía» (Sal. 94:18). «Asiste de mi mano derecha; me has guiado según tu consejo y después me recibirás en gloria.» (Sal. 73:23-24).
Con todo, Dios mío, aumenta mi fe. Manténla en mí siempre radiante. Pero si alguna vez permites que esa fe pase por horas de crisis y sufra el ataque de fuerzas malignas, concédeme que en medio del combate -y de la paradoja- con todo el fuego de mi alma pueda al menos exclamar:
«¡CREO, SEÑOR, AYUDA MI INCREDULIDAD!» (Mr. 9:24).
José M. Martínez
Copyright © 2002 - José M. Martínez
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