GRACIA, ¡qué gran palabra!
Pocos vocablos tienen una variedad de significados tan amplia como el término «gracia». El Diccionario de la Real Academia de la Lengua nos da quince acepciones. Pero nuestro propósito no es analizar el sentido de las mismas, sino ahondar en el significado de la gracia de Dios tal como aparece en el término kharis del Nuevo Testamento. Nada más profundo, ni más enriquecedor.
El concepto neotestamentario recoge el significado que el término hebreo hen tiene en el Antiguo Testamento: la ayuda que alguien fuerte proporciona a una persona atribulada o necesitada, incapaz de mejorar su condición a causa de la debilidad que le imponen su propia naturaleza o determinadas circunstancias. El Señor Jesucristo no habló mucho de la gracia de Dios, pero sus actos revelaban de modo inconfundible la condescendencia divina hacia el pobre, el afligido, el marginado, el condenado por sus pecados. Así que, cuando hablamos de la gracia no hemos de limitar nuestra interpretación del término en el sentido, tan generalizado, de «favor inmerecido». Ciertamente es favor inmerecido, pero se trata del más grande de los favores. Es el amor de Dios en acción mediante el ministerio redentor de su Hijo y de su Espíritu.
Entresacamos algunos de los aspectos del tema que más pueden contribuir a nuestra edificación.
I. La gracia de Dios, fuente de nuestra salvación
Pablo expresó magistralmente esta verdad: «Por gracia sois salvos, por medio de la fe» (Ef. 2:8). ¿A qué salvación se refiere esa afirmación? Una respuesta adecuada sólo es posible si se parte de la condición humana en su situación actual. El pecado ha hecho de los hombres reos de condenación ante la justicia de Dios («por cuanto todos pecaron», Ro. 3:23). Aun viviendo en el sentido biológico, todos por naturaleza estamos «muertos en nuestros delitos y pecados» (Ef. 2:1). «Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos)» (Ef. 2:4-5). En virtud de la obra expiatoria de Cristo, Dios nos otorga una perfecta justificación, con lo que los efectos de nuestra pecaminosidad desaparecen (Ro. 3:23-26). «Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús» (Ro. 8:1).
Conviene subrayar la palabra «ninguna». Muchas personas, cuando se habla de condenación, piensan en los tormentos del infierno. Y ciertamente Dios salva a sus redimidos de tan trágico destino. Pero eso no es todo. También quiere librarlos de la esclavitud moral de una vida dominada por el pecado (Ro. 6:11-14). La justificación debe ser seguida de la santificación. Es una maravilla que el creyente, que antes de su conversión había vivido esclavizado por sus tendencias al pecado, en comunión con Cristo y por el poder de su Espíritu «anda en novedad de vida» (Ro. 6:4). Salvado de la condenación eterna, no está condenado a vivir aún en la esclavitud de las inclinaciones propias de la naturaleza caída. «Ninguna condenación hay...» Y si antes estábamos condenados al temor y a la frustración, ahora, en Cristo podemos gozar de libertad, paz, esperanza y plenitud de vida (Jn. 7:38). Bien podemos cantar con gozo y gratitud: «Salvado soy. ¡Aleluya!»
II. La gracia de Dios, fuente de inspiración para la adoración
Ampliamos lo que acabamos de apuntar. El autor de la carta a los Hebreos, divinamente inspirado, escribió: «Nosotros, que recibimos un reino inconmovible, hemos de mantener la gracia y, mediante ella, ofrecer a Dios un culto que le sea grato, con religiosa piedad y reverencia» (Heb. 12:28, versión Biblia de Jerusalén).
La gracia de Dios ha tenido en Cristo su más perfecta expresión. Y la más conmovedora: «Ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre siendo rico, para que vosotros con su pobreza fuerais enriquecidos.» (2 Co. 8:9). él, Hijo unigénito de Dios, empezó a empobrecerse con su encarnación, pero su «empobrecimiento» culminó en la humillación y los sufrimientos de la cruz (Fil. 2:5-8). Todo para nuestra salvación (Ro. 5:8-10). No debe sorprender que ante el Cordero inmolado, ahora coronado de gloria y majestad, el pueblo redimido eleve a él el incienso de sus oraciones y un «cántico nuevo» que ensalza su obra de redención (Ap. 5:8-10). La Iglesia todavía hoy canta enfervorizada: «Maravillosa gracia vino Jesús a dar; más alta que los cielos, más honda que la mar».
III. La gracia de Dios, secreto de la santificación
Ya en los días de Pablo había mentes retorcidas que desfiguraban cínicamente la doctrina de la gracia enseñada por el apóstol. él había escrito: «Cuando el pecado creció, sobreabundó la gracia»(Ro. 5:20), lo que había llevado a los distorsionadores a una conclusión inadmisible: «Perseveraremos en el pecado para que la gracia crezca» (Ro. 6:1). Pero la gracia que nos trajo el perdón de Dios y el don de la vida eterna también nos unió a Cristo, con cuya muerte y resurrección el creyente ha de estar plenamente identificado. Esta identificación hace incompatible la fe con el pecado (Ro. 6:2-4). La conclusión de Pablo es diametralmente opuesta a la de sus falsos intérpretes: «El pecado no se enseñoreará de vosotros, pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia» (Ro. 6:14).
Algunos creyentes, consciente o inconscientemente, actúan bajo los efectos de una dicotomía teológica; la justificación -piensan- es obra de la gracia de Dios; la santificación es cosa mía; depende de mis esfuerzos. Falso. En la santificación el creyente tiene, sin duda, una participación, la de unirse al Espíritu en la lucha contra la carne (Gá. 5:16). Pero en último término la realidad de la gracia es lo decisivo, pues es lo que más poderosamente actúa en nuestra voluntad hacia una obediencia estimulada por la fe y la gratitud (Gá. 2:20).
IV. La gracia de Dios, principio del servicio cristiano
Nada hay más digno y hermoso que una vida dedicada al servicio de Cristo; no sólo la de grandes misioneros y predicadores, sino la de todo creyente, pues al alcance de todo cristiano hay algún modo de servir al Señor y algún talento que a tal fin se puede usar. El servicio auténtico debe ser respuesta al llamamiento de Dios, y la capacidad para el mismo es también gracia suya. Pablo era muy consciente de este hecho cuando, refiriéndose a la obra que había realizado, declaraba: «Por la gracia de Dios soy lo que soy; y su gracia no ha sido en vano para conmigo, antes he trabajado más que todos ellos, aunque no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo» (1 Co. 15:10). En la labor del siervo de Cristo no hay lugar para la jactancia; sólo caben la humildad, la gratitud, y la oración en demanda de fidelidad.
V. La gracia de Dios superando nuestra debilidad
El apóstol Pablo, por lo colosal de su obra, aparece a nuestros ojos como un gigante espiritual, dotado de un poder moral y espiritual codiciables. Pocos han alcanzado las alturas de espiritualidad a que él llegó. Pero no fue un «supersanto» o un héroe de leyenda. Como hombre, estuvo sujeto a debilidades de las que por sí mismo no se pudo librar. Su testimonio en 2 Co. 12:1-10 es sumamente aleccionador. No sabemos a ciencia cierta en qué consistía el aguijón que le atormentaba, pero sí que Satanás lo usaba para humillarlo haciéndole muy consciente de su debilidad. Esta experiencia, al parecer, tenía efectos muy negativos en él, por lo que insistentemente había pedido al Señor que lo librara de tan horrible prueba. La respuesta del Señor no podía ser más alentadora: «Bástate mi gracia, porque mi poder en la debilidad se perfecciona» (2 Co. 12:9). Una vez más, ¡la gracia! Mediante ella el creyente puede superar sus limitaciones y sus debilidades; éstas no le serán un obstáculo en el camino de la santificación y del servicio. Más bien darán lugar a la manifestación de la misericordia y el poder o de Dios para que se cumplan sus propósitos en la vida de cada uno de sus hijos.
G. Bernanos, al final de su obra Diario de un cura rural, como conclusión de las experiencias de todo tipo (anhelos y esperanzas, frustraciones, momentos de confusión y duda, carencias, complejos, debilidades) vividas por el protagonista y por personas de su entorno, pone en labios del cura cuando ya está moribundo, una frase colmada de significado: «¡Qué más da! Todo es ya gracia». Así es en la vida de todo cristiano. Por algo Pablo solía encabezar sus cartas con la frase «Gracia y paz a vosotros, de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo».
José M. Martínez
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