Confiando en Dios, Roca de los siglos
(Is. 26:1-9)
El tránsito de un año a otro nuevo siempre invita a la reflexión. Es una excelente ocasión para hacer balance del año que finaliza y para otear el horizonte del que comienza. Nuestras experiencias en el primero habrán sido, sin duda, diversas; unas, motivo de alegría; otras, dolorosas. Unas, estimulantes; otras, humillantes, pues han puesto de manifiesto nuestras inconsistencias, nuestras debilidades, nuestra infidelidad a Dios. Y nuestra ojeada a la perspectiva del nuevo año puede esbozar en nuestra mente, con signos de interrogación, experiencias positivas y vivencias negativas. ¿Qué nos traerá? ¿Alegrías o lágrimas?
La situación actual del mundo es inquietante, tanto en el orden político como en el económico, el social, el moral y el espiritual. Todo se caracteriza por una gran inconsistencia. Todo parece tender a degradarse, a descomponerse, a sumir a la humanidad en un caos. Y en las perspectivas de futuro -a corto, a medio y a largo plazo- de cada individuo los interrogantes pueden ser igualmente preocupantes. El nuevo año puede depararnos no pocos motivos de satisfacción; pero también puede reportarnos dolorosas pérdidas, fracasos, desengaños, todo ello motivo de ansiedad, incluso de miedo.
Pero el creyente, si es consecuente con su fe, verá su futuro iluminado por la gracia y el poder de Dios. Por la acción del Consolador mediante la Palabra, verá transformada la ansiedad en paz. Ese es el gran mensaje que hallamos en el texto señalado de Is. 26:1-9. Veamos los puntos más destacados de este cántico inspirador:
I. El pueblo de Dios, una ciudad amurallada (Is. 26:1)
En este versículo se presenta, mediante la metáfora de un doble amurallamiento, el cuadro de una Jerusalén idealizada, privilegiada y protegida por Dios. No sólo está rodeada por un muro; en torno a éste, a escasa distancia, hay un antemuro que dificulta el acceso al muro. Por supuesto, el secreto de la protección no está en la fortificación de la ciudad, sino en la presencia y la omnipotencia de Dios, a las que ningún otro poder puede vencer. «Si Dios por nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Ro. 8:31) «Dios es nuestro amparo y fortaleza» (Sal. 46:1). La antigua Jerusalén así lo experimentó en días del rey Ezequías, cuando el ejército asirio tuvo que huir descalabradamente de la ciudad (Jerusalén) que tenían sitiada (2 Re. 19:8-37).
II. Bendiciones que se hallan en la ciudad de Dios (Is. 26:1, Is. 26:3)
Nos viene a la mente, en primer lugar, la salvación de grandes peligros, como la liberación de Jerusalén del mencionado asedio asirio en días de Ezequías. En el curso de la historia Dios ha tenido algunas intervenciones providenciales realmente asombrosas. En el siglo III d. C., Félix de Nola, pastor de la iglesia de su ciudad, tuvo una experiencia singular. Cuando huía de los soldados romanos que lo perseguían se ocultó en una cueva de difícil acceso por lo estrecho de su boca de entrada. Poco rato después llegaron los soldados; pero en el intervalo de tiempo una araña había tejido una tupida tela que cubría la entrada. A la vista de este detalle, los perseguidores concluyeron que allí nadie podía haber entrado sin deshacer la telaraña; y se alejaron para continuar buscando. Es una gran verdad que sin Dios un castillo es como una tela de araña; y con Dios, una tela de araña es como un castillo.
Por supuesto no siempre Dios obra ese tipo de maravillas. Ni siquiera libra a los suyos del sufrimiento o de la misma muerte, como Félix de Nola vio más tarde (murió mártir). El Señor libró a Pedro sobrenaturalmente de la cárcel para que no corriera la misma trágica suerte que Jacobo, pero no había evitado que éste fuera «matado a espada» (Hch. 12:1-2). Dios, en su soberanía, decide obrar de un modo u otro como mejor conviene a la realización de sus propósitos, mucho más amplios que nuestra visión de la vida, y siempre infinitamente justos, sabios y buenos.
Pero la Biblia, al referirse a la salvación, incluye más que la liberación de peligros físicos. Entraña la salvación del pecado y de la condenación, así como la posesión, por la fe, de la vida eterna. Aquí entra también el proceso de nuestra santificación, que no es ausencia total de pecado en la conducta, sino una actitud radical, nueva, del creyente. Yo, antes de mi conversión a Cristo, corría hacia el pecado; ahora procuro correr huyendo del pecado. Todo por la gracia de Dios y la obra de su Espíritu.
«Completa paz». En el original hebreo la frase aparece con una repetición de la palabra paz: shalom, shalom. La idea es que la paz que Dios otorga a su pueblo es abundante, con las más variadas manifestaciones. Tal como aparece en el Antiguo Testamento, el término shalom no significa solamente ausencia de guerra, sino también bienestar en el sentido más amplio. Es la experiencia de quienes tienen su principal complacencia en Dios y gozan de su favor. A la luz del Nuevo testamento, esa paz, «que sobrepasa a todo entendimiento» (Fil. 4:7), es el resultado de poner en manos de Dios todas nuestras inquietudes y preocupaciones (Fil. 4:6) y reconocer lo mucho que abarca la declaración del apóstol Pablo: «El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo nos bendijo con toda bendición espiritual en lugares celestiales con Cristo» (Ef. 1:3). La paz del cristiano no depende de las circunstancias. El creyente puede experimentarla aun en medio de acerbos sufrimientos. Pedro estaba profundamente dormido en la cárcel de Jerusalén aun sabiendo que los gobernantes judíos habían determinado darle muerte al día siguiente (Hch. 12:6). Pablo y Silas, después de haber sido azotados, con sus pies en el cepo, cantaban himnos a Dios en la cárcel de Filipos (Hch. 16:25).
III. Lo que Dios demanda de nosotros (Is. 26:4)
Confianza
«Confiad en el Señor perpetuamente» (Is. 26:4). Confianza es descansar en las promesas de Dios en contraposición a toda duda o temor. Dios es nuestro defensor y guía, nuestro renovador, quien nos levanta cuando caemos, quien ordena a nuestro favor todo el entramado de su providencia (Ro. 8:28). Es también el que nos santifica y usa para su gloria, el que «realiza nuestras obras» (Is. 26:12). Así lo entendía Pablo cuando, refiriéndose a los admirables logros de su apostolado misionero, decía: «Por la gracia de Dios, soy lo que soy; y su gracia para conmigo no ha sido estéril, ... he trabajado más que todos; pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo» (1 Co. 15:10).
Y todas esas acciones de Dios prosiguen «perpetuamente», pues él es «la Roca de los siglos», soberano, todopoderoso y fiel a su pueblo desde la eternidad y hasta la eternidad. Bien podemos confiar en él y poner en sus manos el nuevo año que comenzamos.
Pensamiento centrado en él
Dios guarda «en completa paz» a aquel cuyo pensamiento en él persevera (Is. 26:3). A menudo nuestra paz se ve turbada porque multitud de pensamientos generan en nuestra mente duda, desconfianza, temor. Pero cuando Dios y sus promesas están en el centro de nuestro pensar la duda se convierte en certidumbre; la desconfianza, en seguridad, y el temor, en paz gozosa (Fil. 4:6-8). Esta debería ser nuestra experiencia, y no de modo esporádico, sino constante. La perseverancia va de la mano con la confianza en Dios. Se persevera porque se confía (Is. 26:3). Es lo que Dios nos pide.
Concluyo con el texto de un bello poema anónimo que recibí hace unos meses de una editorial religiosa:
Oh Señor, ve delante de nosotros para guiarnos, ve detrás de nosotros para impulsarnos, ve debajo de nosotros para levantarnos, ve sobre nosotros para bendecirnos, ve alrededor de nosotros para protegernos, ve dentro de nosotros para que, en cuerpo y alma, te sirvamos para gloria de tu nombre.
José M. Martínez
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