¿Hojas caducas u hojas perennes?
Reflexión otoñal
El mes de noviembre nos introduce raudo en las entrañas del otoño. Días más breves. Noches largas. Nieblas frías, persistentes. Todo parece conjurado para sumirnos en la melancolía. La naturaleza toda proclama un mensaje deprimente. Aun la bella explosión de colores en las copas de muchos árboles tiene un matiz sombrío. Su derroche policromo no es signo de mayor vitalidad, sino de todo lo contrario; esa belleza es anunciadora de decadencia, de muerte; cada hoja debe su nuevo color a un proceso de descomposición que ya ha comenzado. Pronto el más suave soplo de una brisa la arrancará de la rama y, caída sobre el suelo, en él hallará su sepultura.
Inevitablemente, deplorablemente, vemos en ese fenómeno de la naturaleza una vívida alegoría de nuestra propia vida. Sean cuales sean las apariencias, el proceso biológico de decadencia es irreversible. El vigor físico, la agudeza sensorial, la agilidad mental menguan. Y sabemos que esos fenómenos son precursores de la muerte, aunque ésta para el creyente en Cristo ha perdido su terror e incluso la decadencia física no necesariamente ha de afectar a lo más importante de nuestra persona, pues como decía el apóstol Pablo, «aunque nuestro hombre exterior (el cuerpo) se va desgastando, el interior, sin embargo, se renueva de día en día» (2 Co. 4:16).
Puede suceder, con todo, que en la experiencia cristiana -aun en la de los jóvenes- el declive aparezca precisamente en ese «hombre interior», en la vida espiritual, mucho antes incluso de que sobrevenga el debilitamiento físico. También en la vida espiritual, incluso en la de los jóvenes, puede producirse un fenómeno de deterioro y descomposición. Las tribulaciones, las dudas, los desengaños, la influencia de las corrientes de pensamiento y las costumbres o modas del mundo, las ansias de placer sin cortapisas, la inmoralidad más descarada instalada en los medios de comunicación, la negligencia en el uso de los recursos para el robustecimiento de la vida en Cristo pueden fácilmente ocasionar una corrosión interior tan deplorable como peligrosa. Exteriormente puede verse aún el colorido de algunas prácticas religiosas, pero interiormente la vida está próxima a extinguirse.
En esa situación cualquier viento puede arrancar las hojas de la profesión de fe cristiana. Pocas cosas hay más tristes que esta desgracia. Como dijera el poeta, «hojas del árbol caídas, juguetes del viento son». Y juguetes de viento demoniaco han parecido no pocos creyentes que en el tiempo de su decadencia han perdido las hojas de sagrados ideales defendidos con pasión anteriormente, las de fe vigorosa, de abnegación y compromiso generoso. En todo ello se había gozado en los días de su espiritualidad lozana.
Apena ver con cierta frecuencia a creyentes que son conscientes de su decadencia en el otoño espiritual de su vida y, a pesar de ello, no hacen nada para cambiar su situación. Dan la impresión de que la amarillez de su testimonio es normal al cabo de un tiempo. Al fin y al cabo, no aspiran a ser supersantos, ni héroes, ni modelos de piedad. Además piensan que el residuo de fe que les queda es suficiente para asegurar su entrada en la gloria eterna. ¡Craso error! Aun admitiendo la seguridad de la salvación de todo creyente sincero por la gracia de Cristo, tiene muy poco de glorioso ese modo de salvación en el último día. Ese creyente «será salvo, aunque así como por fuego» (1 Co. 3:14-15), un fuego que, si no lo destruye a él, destruirá la obra de su vida. En aquel día lo que soplará no será una brisa acariciadora. Será un vendaval que arrancará todas las hojas amarillentas, rojizas o parduscas, pues todas ellas, debilitadas, habrán llegado ya al final del proceso de descomposición. Y sólo quedará lo que deje la gracia de Dios. ¡Cuánto mejor es aspirar a que, en vez de entrar como escapando del fuego, nos sea «otorgada amplia entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2 Pe. 1:12). La amplitud de esa entrada será proporcional a la seriedad y fidelidad con que cumplamos la exhortación del apóstol: «Por lo cual, hermanos, sed tanto más diligentes en afianzad vuestro llamamiento y vuestra elección; porque haciendo estas cosas no caeréis jamás» (2 Pe. 1:10).
Si nuestra reflexión otoñal ha sumido a alguien en el desánimo, incluso en la depresión, nos alegra poder presentar un cuadro bien diferente del de las hojas caducas. Es el cuadro que nos ofrece la Escritura en varios de sus textos. En el vestíbulo del libro de los Salmos aparece un hombre dichoso. Lo es porque vive rectamente, conforme a lo prescrito en la ley de Dios en la que medita asiduamente. Con un símil por demás sugerente se describe el curso de su vida: «Será como árbol plantado junto a corrientes de aguas, que da su fruto en su tiempo y su hoja no cae, y todo lo que hace prosperará» (Sal. 1:3). Y en el Sal. 92 hallamos otro símil parecido: «El justo florecerá como la palmera, crecerá como cedro en el Líbano. Plantados en la casa de Yahvéh en los atrios de nuestro Dios florecerán. Aun en la vejez fructificarán; estarán vigorosos y verdes» (Sal. 92:12-14). Ni sombra de decadencia. Todo es exuberancia, plenitud... incluso en la vejez física.
¿Cómo se puede vivir esa experiencia? ¿Cómo evitar encontrarnos cargados de hojas caducas próximas a su caída y destrucción? ¿Cómo mantenernos siempre verdes y fructíferos, con hojas perennes? En el Sal. 1, al que nos hemos referido, se nos da la respuesta: 1.- el creyente debe oponerse tenazmente a la influencia nociva de quienes inducen al mal (Sal. 1:1). 2.- Hacer de la Palabra de Dios objeto preferente de lectura y meditación a fin de que su vida sea un caminar con Dios y un modo de servirle en gozosa sumisión a sus preceptos.
Una pregunta para concluir: ¿Pueden las hojas caducas convertirse en hojas perennes? En la naturaleza obviamente no. Nunca hemos visto ese milagro cuando contemplamos el bosque a últimos de octubre y primeros de noviembre. Pero en el orden espiritual la transformación sí es posible. El cristiano puede usar el árbol provechosamente como metáfora, pero no es un árbol. éste ni puede trasladarse con sus raíces a otro suelo ni puede modificar la naturaleza de sus hojas, predeterminada genéticamente. Pero una persona, que no es un árbol, sí puede introducir cambios en su vida. Sus rasgos característicos, sus gustos y aficiones, sus tendencias pueden ser alterados. Esto es lo que nos enseña las doctrinas bíblicas de la conversión y la santificación. El pecador se convierte en santo; el carnal, en espiritual; el permisivo, en disciplinado; el soberbio, en manso y humilde; el egoísta en generoso. En palabras de Pablo: «Si alguno está en Cristo, una nueva creación es; las cosas viejas pasaron; todas son hechas nuevas» (2 Co. 5:17). Las hojas coloreadas, en vías de alteración y caída, se transforman en hojas perennes de un verde lustroso
Admito que en la práctica de la vida cristiana la cosa no es tan simple. La transformación del creyente no se lleva a cabo en un instante; dura toda la vida. Y nunca se alcanza la perfección absoluta. Nunca en este mundo se llega a la meta. Vivir cristianamente es vivir en lucha constante. La carne combate contra el Espíritu y el Espíritu contra la carne (Gá. 5:17-24). Pero hay una exigencia insoslayable: el creyente en Cristo ha de tener un carácter y un comportamiento cristianos. Y su cristianismo ha de ser perenne; ha de superar victoriosamente todo tipo de cansancio, todo desaliento, toda tentación a arrojar la toalla. Su fe no puede ser caduca; ha de mantenerse perseverantemente «fiel hasta la muerte». Es el precio de «la corona de la vida» (Ap. 2:10).
José M. Martínez
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