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Pese a todo... ¡Emanuel!

«Por tanto, el Señor mismo os dará una señal: He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel.» (Is. 7:14)

En la Sagrada Escritura (sobre todo en el Antiguo Testamento, pero también en el Nuevo) Dios se nos presenta como «Dios sobre nosotros», el Creador soberano, el Pantocrátor. En opinión de muchos, un Dios remoto, indiferente a cuanto pasa en este mundo. Y si alguna peocupación tiene por lo que hacen los hombres es la propia de un juez implacable, no la de un Padre amoroso dispuesto a ayudar y salvar. Pero el Evangelio enfoca la realidad bajo una perspectiva muy diferente. Su mensaje es «nuevas de gran gozo», como anunció el ángel la noche de Navidad.

La razón de esa noticia regocijante la expresó con toda claridad el ángel: «Os ha nacido hoy un Salvador, que es Cristo el Señor» (Lc. 2:11). Y en el mensaje angélico dado a José antes del nacimiento de Jesús se indica otro motivo de gozo, el nombre con que el niño había de ser conocido: «Emanuel», que significa «Dios está con nosotros» (Mt. 1:23). Ese nombre revelaría la característica más preciosa de Dios: no está sobre o contra nosotros, sino con nosotros, a nuestro lado y a nuestro favor. El nombre significa una verdad alentadora, pero no siempre es tal verdad fácil de entender, y menos de aceptar. ¿Dios con nosotros en un mundo en el que la injusticia y la maldad se han desbordado? ¿Dios con nosotros cuando sufrimos golpes de adversidad implacable? ¿Dios con nosotros cuando toda esperanza se trueca en frustración? ¿No habríamos de decir más bien: «Dios lejos de nosotros»?

Si queremos acabar con las dudas y la incertidumbre, nada mejor que ahondar en el contexto histórico del término Emanuel, que Mateo ha encontrado en una profecía de Isaías: «He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel» (Is. 7:14). Que este anuncio tiene una proyección mesiánica es evidente a la luz de Isaías 9:1-2 e Isaías 9:6-7. Pero en su sentido primario era un mensaje oportunísimo para los contemporáneos del profeta en días de Acaz, rey de Judá.

Significado original de Is. 7:14

El contexto amplio que precede en el libro de Isaías nos presenta un cuadro espiritual desolador. La fe del pueblo es mera religiosidad externa, con ausencia total de verdadera piedad (Is. 1:10-16). El pueblo y sus príncipes se han corrompido (Is. 1:21-23). Como consecuencia, el juicio contra Judá y Jerusalén es inevitable (Is. 3). Judá, al igual que Israel, ha sido desleal y rebelde, como se indica en la dramática parábola de la viña (Is. 5:1-7). Sobre Israel se cierne el juicio divino. Los ayes que brotan de labios del profeta son estremecedores (Is. 5:8-23). Uno a uno son desgranados y denunciados los pecados cometidos en el pueblo: la ambición materialista (Is. 5:8), la intemperancia (Is. 5:11) y la lujuria (Is. 5:12), la hipocresía (Is. 5:18), la provocación al Altísimo (Is. 5:19), la perversión de los principios morales (Is. 5:20, Is. 5:23). Tal es el nivel de impiedad que ha alcanzado la vida de los compatriotas de Isaías que el propio profeta, a la luz de la santidad y la gloria de Dios, siente toda la repulsión de su propia miseria humana, y los ayes pronunciados por él contra sus correligionarios se transforman en un ay autoinculpatorio: «Ay de mí» (Is. 6:5).

En el libro, al mensaje profético de los primeros capítulos sigue una sección en la que se entrelaza lo admonitorio con lo histórico. El juicio de Dios ha de recaer sobre los rebeldes, pero al final resplandecerá su misericordia a favor del «remanente fiel». En días del rey de Judá, Acaz, los reyes de Siria y del reino israelita septentrional (Efraím) se alían para combatir contra Jerusalén (Is. 7:1). El Señor envía un mensaje a Acaz: «Manténte alerta, pero ten calma» (Is. 7:4). Al cabo de algunos años el poder de Siria y el de Israel habría sido quebrantado (Is. 7:7-9). Probablemente Acaz escuchó el mensaje con cara de desconfianza. El anuncio profético parecía demasiado hermoso. ¿Podría llegar a cumplirse?. Dios, por respuesta le da una señal: «He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel» (Is. 7:14). Quién sería aquella virgen no se indica, pero posiblemente pertenecería al círculo de la realeza (¿o tal vez al de los profetas?). Lo importante era que antes de que el niño llegara a la edad del discernimiento moral la tierra de los dos reyes del Norte sería abandonada. En efecto, al cabo de tres años Damasco había caído en poder de los asirios y catorce años más tarde las mismas fuerzas asirias se apoderaron de Samaria y deportaron a muchos de sus habitantes. A raíz de estas convulsiones políticas, muchos israelitas tenían humanamente motivos para temer y para no creer. Les había sobrevenido una gran catástrofe nacional. ¿Qué podían esperar? ¿Cómo creer que Dios estaba con ellos? Ignoraban que aun en medio de las mayores calamidades Dios está con su pueblo y que su propósito final es de salvación.

La experiencia de Judá

Una experiencia parecida a la de Israel tuvo el reino sureño de Judá ante el poder de Babilonia. Pero los habitantes de Jerusalén que temían a Yahvéh, el resto fiel, recordarían lo prometido por el profeta, y repetirían para sus adentros: «Emanuel -Dios con nosotros-». A pesar de todas las razones para pensar lo contrario. Y pronto Dios iría aclarando las oscuridades. Su profeta transmitiría un mensaje de esperanza. Hablaría de otro niño cuyo nombre sería «Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz» (Is. 9:6) y, sentado sobre el trono de David, reinaría eternamente (Is. 9:7). También Judá -Jesusalén incluida- sufrirían los males de una cruel invasión: humillación, destrucción, deportación, muerte. ¿Estaba Dios con sus habitantes? Más bien podía pensarse que estaba contra ellos. Pero el curso posterior de la historia muestra que Dios no los había abandonado. Los juzgó y castigó, pero no los desechó para siempre. Nunca permitió una destrucción total de su pueblo. Y «en el cumplimiento del tiempo» envió a su Hijo, el «sol de justicia en cuyas alas traería salvación» (Mal. 4:2), el Príncipe glorioso de cuyo reinado no habría fin. Con el advenimiento de Cristo se ponía de manifiesto que Dios «vino en socorro de Israel, su siervo, acordándose de su misericordia», como declaró María en su precioso Magnificat (Lc. 1:54). Y no sólo esto. En Cristo, y por él, se abrirían las puertas de la salvación a todos los pueblos. Ahora todo el pueblo de Dios, judíos y gentiles, podría alabar a Jesucristo como Emanuel. Dios no está lejos. Está con nosotros. He ahí el meollo de la Navidad.

Nuestra experiencia personal

Sin embargo, cuando Jesús nació también hubo dificultades para creer en el «Dios con nosotros». Precisamente el nacimiento del niño provocó la ira de Herodes con la consiguiente muerte de numerosos niños inocentes. La historia de la Iglesia cristiana es una historia de padecimientos. También lo es la historia del mundo, con sus guerras y miserias. Y la de muchos individuos, creyentes y no creyentes. ¿Estaba Dios con las víctimas de los genocidios? ¿Está conmigo cuando me atormenta dolorosa enfermedad, cuando he de enfrentarme a la pobreza o el desempleo, cuando me hallo bajo la tensión de agudos problemas familiares, cuando me hieren profundos desengaños, cuando me siento inmerso en la más absoluta soledad?

Sí. Pese a todo, Dios está con nosotros. Somos nosotros los que muchas veces nos mantenemos lejos de él. Algunos a causa de una incredulidad atea. Otros por su incomprensión de la providencia divina o por su impaciencia. En lugar de someterse a los sabios designios del Altísimo, pretenden que Dios se someta a ellos. Creen que debería actuar de modo inmediato. Pero mientras Dios sea Dios será su voluntad, siempre justa y benéfica, la que prevalecerá, y «a su debido tiempo», con su poder salvador se pondrá de manifiesto que «el fin del Señor es muy misericordioso y compasivo» (Stg. 5:11). Así lo experimentó Job. Y así lo ve todo creyente que vive en plena certidumbre de fe. A esa plenitud llegó Abraham cuando «creyó en esperanza contra esperanza» (Ro. 4:18-21), cuando las circunstancias parecían frustrar el plan de Dios de hacer de él «padre de muchas gentes».

Que al celebrar el nacimiento de Cristo una vez más, trascendiendo nuestros problemas y sufrimientos, podamos exclamar desde lo profundo de nuestro corazón: ¡Jesús, Emanuel, bendito sea tu nombre!

José M. Martínez
 


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