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Enero 2004
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«Fiel es Dios»... ¿Lo somos nosotros?

Suele entenderse la fidelidad como lealtad en el cumplimiento de los compromisos que alguien ha contraído. En muchos casos incluye un sentimiento de amor o cariño hacia otro ser, en favor del cual se hace cuanto pueda contribuir a su bienestar. En este sentido se habla de la fidelidad de los perros respecto a sus amos, por ejemplo. A nivel humano, se dice que es fiel el empleado que cumple escrupulosamente los deberes que le han sido señalados por su amo. Ejemplo aún más elevado: el de la fidelidad conyugal, es decir, la lealtad amorosa que los cónyuges se prometen el día de su enlace matrimonial. En el plano espiritual, es fiel el creyente que se compromete a confiar en Dios y obedecerle. Pero el ejemplo más sublime de fidelidad se halla en Dios mismo, siempre cumplidor de sus pactos y promesas. Así nos lo atestiguan las Escrituras, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento.

Pocos temas podrían ser más inspiradores para el pueblo cristiano al principio de un nuevo año.

La fidelidad divina en el Antiguo Testamento

Aparece brillantemente en la relación de Dios con su pueblo Israel, ante el cual se enfatiza: «Conoce que Yahvéh, tu Dios, es el Dios verdadero, Dios fiel, que guarda el pacto y la misericordia a los que le aman y guardan sus mandamientos...» (Dt. 7:9; Sal. 36:5; Is. 11:5). Esa fidelidad se une a su inmutabilidad, como se desprende de la palabra más usada en el hebreo del Antiguo Testamento para expresar la idea de fidelidad: emunah, cuya raíz, aman, significa seguridad o firmeza. El concepto se nos ilustra a veces, muy atinadamente, mediante la metáfora de la «roca» (Dt. 32:4; Sal. 18:2; Sal. 42:9; Is. 17:10). De los textos bíblicos se deduce que nada ni nadie puede anular los propósitos y las promesas de Dios, fundamentados en la solemnidad de un pacto inquebrantable. En su día lo aseguró Dios por medio del profeta: «Los montes se moverán y los collados temblarán, pero no se apartará de ti mi misericordia ni el pacto de mi paz se romperá». (Is. 54:10). Ni siquiera las infidelidades de su pueblo pueden dejar sin efecto lo que ha prometido. Así se puso de manifiesto en la historia de Israel. Uno de los textos más patéticos que hallamos en el Antiguo Testamento expresa la sublime reacción de Dios frente a la infidelidad de su pueblo, ilustrada por el adulterio de la esposa de Oseas (Os. 11:8-9).

No es de extrañar que la fe del israelita piadoso hiciese de la fidelidad divina el fundamento de su fe y uno de los objetos preferentes de su alabanza (Sal. 36:5; Sal. 40:10; Sal. 89:1; Sal. 89:8; Sal. 92:2; Sal. 100:5; Is. 25:1). Sin duda, la fidelidad de Dios era la mejor garantía de salvación. Todo lo que él había prometido -las múltiples bendiciones inherentes al pacto- tendría plena realización. Y esto no en virtud de méritos u obras de los israelitas, sino por la gracia inmerecida del Todopoderoso (Dt. 7:6-8; Dt. 8:17-18). La apostasía y los muchos pecados de Israel le atrajeron graves juicios, pero no extinguieron la misericordia y la fidelidad del Altísimo. Tras las pruebas correctivas, el pueblo siempre experimentó su ayuda. Así pudo verse en el cautiverio judío en Babilonia y la posterior restauración. Israel había sido infiel; pero Dios había permanecido fiel. Y fiel permanecerá hasta la consumación de los siglos (Is. 40:8). La historia y la escatología bíblicas así nos lo muestran.

La fidelidad de Dios en el Nuevo Testamento

En la segunda parte de la Biblia el término pistós (fiel) está etimológicamente emparentado con pístis (fe o confianza). Y, ciertamente, Dios es digno de confianza porque es fiel, pese a las infidelidades humanas (Ro. 3:3-4). El pueblo israelita sufrió -y sufre aún- el juicio condenatorio de Dios; pero «al final todo Israel será salvo» (Ro. 11:25-29). Esta perspectiva pone de relieve que, por la fidelidad de Dios, todos sus propósitos de salvación se cumplen. Esta verdad tiene facetas preciosas que resplandecen en los escritos de los apóstoles para nuestro consuelo y aliento:

La fidelidad de Dios, garantía de nuestra salvación en Cristo (1 Co. 1:8-9)

La salvación no es un beneficio que el creyente disfruta de modo autónomo, como si tuviera capacidad para alcanzarla y mantenerla por sí mismo. Depende de que el cristiano viva «en comunión con Cristo» (1 Co. 1:9; cf. Ef. 1:3, Ef. 1:7). Tan vital es esa comunión que, según enseñanza del propio Señor Jesucristo, es comparable a la unión del sarmiento con la vid (Jn. 15:1-5). Pese a lo esencial de la comunión con Cristo, ésta se ve amenazada por muy diversas formas de alejamiento, bien por influencias exteriores, bien por tendencias pecaminosas internas. Algunos creyentes temen que no podrán vivir a la altura del propósito divino, pero «fiel es Dios», quien, mediante su Espíritu y la acción de su Palabra, ayuda a sus redimidos a no salirse de la esfera de «comunión con su Hijo».

La fidelidad de Dios, auxilio en la tentación

«Fiel es Dios, que no os dejará ser probados más de lo que podáis resistir, sino que proveerá también, juntamente con la tentación, la vía de escape para que podáis soportar» (1 Co. 10:13). De las palabras de Pablo se deduce que, por la fidelidad de Dios, toda tentación o prueba tiene una salida, un camino de escape y que lo que el cristiano tiene que hacer es seguir las instrucciones dadas por Dios en su Palabra (es lo que los corintios debían hacer frente a los pecados expuestos en 1 Co. 10:1-12). Esto, por supuesto, no significa que el cristiano, con absoluta certeza, saldrá triunfante de toda tentación («el que piensa estar firme, mire que no caiga», 1 Co. 10:12), sino más bien que Dios no le abandonará en la prueba.

Quizás alguien se preguntará: ¿Qué sentido tiene el texto que estamos comentando (1 Co. 10:13) en el caso del creyente que cae cuando es tentado? ¿Cabe dudar del auxilio del Señor? Conviene recordar que la promesa se hace después de una aseveración importante: «No os ha sobrevenido una tentación que no sea humana» (1 Co. 10:13) y que esa «humanidad» de la tentación sugiere la posibilidad de caer. Pero aun después de la caída, Dios puede actuar de modo que se produzca un levantamiento, una restauración. Pedro cayó negando tres veces al Señor; pero después, en el momento oportuno, fue restaurado por el Cristo resucitado. «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad» (1 Jn. 1:9). «Si somos infieles, él permanece fiel; no puede negarse a sí mismo» (2 Ti. 2:13).

La fidelidad de Dios y la santificación de sus hijos

Una de las prioridades en el desarrollo del cristiano debe ser la santificación total («para que todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo» - 1 Ts. 5:23). Esta meta sería inalcanzable si hubiésemos de llegar a ella por nuestras propias fuerzas. Pero la santificación, al igual que la justificación, es obra de Dios. Por eso el Señor Jesucristo pidió al Padre: «Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad» (Jn. 17:17). Dios, mediante la acción del Espíritu Santo, nos va transformando más y más a semejanza de su Hijo (2 Co. 3:18) por el poder modelador de su Palabra.

Conocedores de nuestros defectos, debilidades y tendencias pecaminosas, nos parece que esa tarea es imposible. Pero Pablo afirma con acento triunfal: «Fiel es el que os llama, el cual también lo hará» (1 Ts. 5:24). Lo hará aunque para lograrlo a veces tenga que usar circunstancias y experiencias correctoras (Heb. 12:5-10). Se ha comprometido a hacerlo en virtud de su fidelidad.

La fidelidad divina, estímulo para nuestra perseverancia

Así lo entendió el autor de la carta a los Hebreos cuando escribió: «Mantengamos firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza, porque fiel es el que prometió» (Heb. 10:23). Los cristianos procedentes del judaísmo, a los cuales fue dirigida esta exhortación, habían sufrido vituperios y pérdida de bienes por su fe. Sus anteriores correligionarios se burlaban de la simplicidad de sus creencias y de su culto y les presionaban para que abandonasen el Evangelio y volviesen a la religión de sus padres. Pero su nueva fe les abría una perspectiva radiante con las promesas de vida eterna que Dios les había hecho. Estas promesas no procedían de un apóstol, ni de un ángel. Las había formulado Dios mismo por medio de su Hijo encarnado. Y este que prometió es fiel, lo que equivale a decir: su fidelidad asegura vuestra salvación. En tal caso vale la pena «mantener firme la profesión de nuestra esperanza», cueste lo que cueste.

Todo lo expuesto descansa sobre un fundamento glorioso:

Cristo, nuestro «misericordioso y fiel sumo sacerdote» (Heb. 2:17)

él es el autor de nuestra salvación. Como Mediador entre Dios y los hombres, ha llevado a efecto la expiación de nuestros pecados al precio de su sangre (Heb. 8-10), que es la garantía de un nuevo pacto (Mt. 26:28; Heb. 8:6). Nos ha reconciliado con Dios (Col. 1:19-21). él, que fue tentado en todo según nuestra semejanza, aunque sin pecado, «puede compadecerse de nuestras debilidades» (Heb. 4:15), lo que nos anima a acercarnos confiadamente al Trono de la gracia para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro» (Heb. 4:16). Podríamos decir que en él y por él el creyente tiene a su favor todos los recursos de la gracia. Nada más necesitamos para asegurar nuestra herencia eterna de redimidos. Todo porque Cristo también es fiel.

La fidelidad del cristiano

Es lógico que el creyente corresponda a la fidelidad de Dios con su propia fidelidad. Es lo que se espera de cuantos desean agradarle y servirle. En las enseñanzas de Jesús la fidelidad del siervo aparece como deber ineludible con especial relieve (Mt. 24:45; Mt. 25:21; Lc. 12:35-48; Lc. 16:10; Lc. 19:17). Y tanto las Escrituras como la historia de la Iglesia nos ofrecen ejemplos estimulantes de siervos fieles. Nos impresionan figuras tan admirables como Jeremías o Juan el Bautista. El primero sufrió encarcelamiento, burlas y rechazo. El segundo, una muerte ignominiosa. Suerte parecida corrieron Esteban, Jacobo, Pablo y Pedro. Asimismo la historia de la Iglesia nos da a conocer la fidelidad heroica de miles de mártires que prefirieron perderlo todo, la vida incluida, antes que negar a Jesucristo como su único Señor. Todavía en nuestro tiempo multitud de cristianos en diferentes países están sufriendo diversas formas de persecución; pero perseveran fieles en su testimonio cristiano.

Sin duda, grande es el precio del discipulado, aunque no siempre haya de ser sellado con la tortura o la muerte. ¿Qué cristiano puede escapar de la prueba de sus propias debilidades así como del menosprecio, las burlas o la oposición malévola de quienes no comparten su fe? Pero igualmente cierto es que la fidelidad del creyente no perderá su recompensa. Cristo mismo dijo: «Sé fiel hasta la muerte y yo te dará la corona de la vida» (Ap. 2:10). Y en su día dirá a cada uno de quienes le han sido leales: «Bien, buen siervo y fiel... entra en el gozo de tu Señor» (Mt. 25:21).

«Dios es fiel»... ¿Y nosotros?

José M. Martínez
 


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