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Febrero 2004
Vida Cristiana y Teología
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Ser y estar en la iglesia

Pocos conceptos han sido tan desvirtuados a lo largo de los siglos como el de «iglesia». Lo que originalmente significaba la comunidad de fieles que creían y seguían a Jesucristo, unidos entre sí por la comunión en el Espíritu Santo y la fuerza aglutinante de la Palabra; lo que constituía una gran familia espiritual; lo que era un rebaño que escuchaba la voz del Buen Pastor y le seguía, pronto se convirtió en una gran institución jerarquizada, encorsetada en un riguroso sistema ritual y sacramental, regida por un espíritu de autoridad más que por la fuerza del ejemplo y el amor. Al mismo tiempo, aunque paulatinamente, la comunidad cristiana se vio afectada por la introducción de errores y pecados graves en su seno. Algunos todavía subsisten. Y hoy, después de veinte siglos, la Iglesia suele despertar pocas simpatías, tanto si es católica como si es protestante u ortodoxa. Muchos de quienes asisten a sus cultos lo hacen irregularmente, por tradición o convencionalismo social, con una fe más bien débil y superficial.

Este fenómeno se observa aun entre creyentes evangélicos de quienes cabría esperar una mayor consistencia espiritual. Esto se debe en parte a la idea que tienen de la iglesia y de lo que debe ser su relación con ella.

La necesidad de «ser y estar»

Creo que fue Agustín de Hipona quien por primera vez usó la frase «Ser y estar en la Iglesia», con lo que certeramente dio a entender la verdadera naturaleza de la comunidad eclesial. Deplorablemente la frase no tardó en interpretarse mal. Estar en la Iglesia significaba aceptar sumisamente todas sus doctrinas y someterse a la autoridad jerárquica de sus ministros, tanto en el orden doctrinal como en el moral y el espiritual. Se empezaba a estar en la Iglesia en el momento del bautismo y se permanecía en ella por la eficacia de los restantes sacramentos. Los conceptos neotestamentarios de fe personal, conversión, nuevo nacimiento, prácticamente habían desaparecido. La Iglesia vino de este modo a ser -por medio de sus obispos y sacerdotes- la dispensadora de la gracia de Dios. De ahí la conclusión dogmática «fuera de la Iglesia no hay salvación». No era posible una corrupción más grave del Evangelio, pues con esa locución la Iglesia venía a usurpar el lugar y la función de Cristo. Plugo a Dios, no obstante, que la Reforma del siglo XVI repusiera la doctrina de la salvación mediante «sólo Cristo» y «solo por la fe», con lo que «estar en la Iglesia» adquiere un significado distinto al predicado por algunos durante siglos.

Estar en la Iglesia es formar parte esencial de la misma, de modo análogo a como la piedra usada para construir una catedral forma parte de la misma. Así nos lo sugiere Pedro en su primera carta (1 Pe. 2:4-5). Sin embargo, la restitución de la salvación en y por Cristo como doctrina fundamental de la fe cristiana no libró a las iglesias surgidas de la Reforma de peligrosas incongruencias en la práctica. Todavía hoy, en el campo evangélico, se observa cierta superficialidad cuando se piensa en la relación del cristiano con la Iglesia (tanto en el sentido más amplio de Iglesia universal como en el de iglesia local). Con relativa frecuencia se oye decir: «Voy a la iglesia» (como si se dijera: «Voy al teatro»). La frase en sí ya denota una dicotomía peligrosa; hay una relación, pero no una identificación. Se ve la iglesia como algo adonde hay que ir. No se está en ella. La iglesia es una cosa; yo soy otra. Aquí radica el mal, porque esa alienación permite vivir de modo totalmente autónomo. Mi fe tiene su satisfacción en el culto el domingo, quizá incluso en otros momentos de la semana; pero las restantes parcelas de mi vida son cosa mía. Una cosa es la iglesia; otra, mi vida. Error fatal. La Iglesia es el cuerpo de Cristo (Ef. 1:22-23; 1 Co. 12:13). Ambos son inseparables. Si yo por la fe estoy en Cristo, estoy también en la Iglesia; soy iglesia, lo que ineludiblemente condiciona mi modo de pensar y de obrar. ¿Qué es la Iglesia? ¿Qué somos los cristianos según el plan de Dios? «Linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido para anunciar las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pe. 2:9).

Implicaciones del «ser y estar»

La Iglesia, los cristianos, tú, yo, debemos ser en la práctica lo que ya somos en el propósito de Dios: hombres y mujeres que viven de acuerdo con los principios del Evangelio, que se gozan en su mensaje y lo anuncian por todos los medios a su alcance. Estamos moralmente obligados a vivir vidas ejemplares. Y a evangelizar. Esta tarea no es exclusivamente propia de pastores o evangelistas especialmente dotados para la misma. Es misión de todos los creyentes. En la evangelización del mundo del primer siglo tan importante como la predicación de los apóstoles fue la de miles de convertidos a la fe de Cristo. Ser cristiano es ser Iglesia, lo que implica identificarse con su esencia y sus fines, participar en su culto, comprometerse en su sostenimiento e involucrarse en su labor de testimonio en el seno de la sociedad.

Causa dolorosa preocupación ver cuántos creyentes, miembros de una iglesia, asisten con irregularidad al culto dominical. Especialmente en los países occidentales se está perdiendo el carácter sagrado del día del Señor. El motivo más nimio puede ser suficiente para quedarse en casa o para pasar el domingo disfrutando de formas de asueto menos espirituales. Igualmente apena observar el escaso interés en compartir la comunión con los hermanos que muestran algunos. Al parecer, más y más se está perdiendo «lo bueno y delicioso» que es «habitar los hermanos juntos en armonía» (Sal. 133:1).

Vital es asimismo que todo miembro de una iglesia local se comprometa seriamente delante del Señor a participar con generosidad en la ofrenda para su sostenimiento y para el desarrollo de su obra (2 Co. 9:6-8) y que coopere activamente en ella.

Esta obra no tiene límite en sus dimensiones, tanto en el área de la evangelización como en el de la instrucción bíblica y el de ayuda a los necesitados. En estos campos hay trabajo para todos, bien asumiendo responsabilidades especiales, bien colaborando con quienes las tienen. La obra de Dios no es cosa de especialistas (pastores, maestros, diáconos, líderes de jóvenes, etc.) solamente. Cada miembro debe contribuir a la labor del conjunto con los dones y la capacidad que Dios ha concedido a cada uno. Nadie ha de considerarse tan poco dotado que no pueda hacer nada en el servicio del Señor. Recuérdese lo enseñado por Pablo en su primera carta a los Corintios, donde enfatiza la multiplicidad, la dignidad y la utilidad de todos los miembros (aun los aparentemente menos importantes) en el cuerpo eclesial (1 Co. 12:14-22).

Salvaguardando la dignidad de la Iglesia

Tanto en su sentido universal como en su expresión local, la iglesia es una comunidad sagrada; templo en el que Dios mora por su Espíritu (1 Co. 3:16). En el conjunto de los redimidos ve Dios la esposa mística de su Hijo que un día será presentada ante él «gloriosa, sin mancha ni arruga, ni cosa semejante, santa...» (Ef. 5:27). Al presente la Iglesia vive experiencias inefables de comunión con su Señor, de amor y entrega abnegada en respuesta a la vocación con que ha sido llamada. Esta es su gloria. Pero al mismo tiempo arrastra el lastre de no pocos defectos y debilidades, incluso pecados escandalosos, harapos repulsivos a ojos del mundo. Esta es su miseria. Llegará un día cuando la Iglesia, «triunfante», será glorificada y perfectamente transformada a semejanza de su Señor. Pero en el tiempo presente es Iglesia «militante», en constante pugna contra toda suerte de adversarios. Su propia naturaleza humana hace que de continuo sufra los embates de una carnalidad variopinta, siempre maligna. Ello explica que en días del apóstol Pablo, la comunidad cristiana de Corinto, congregación de «santos», «santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos» (1 Co. 1:2), se viera amenazada de destrucción por la inmoralidad sexual, los celos, las banderías, la arrogancia, el infantilismo espiritual, los pleitos, la desconsideración hacia el hermano débil, la idolatría, la profanación de algo tan sagrado como la Cena del Señor.

Estos y otros pecados se han visto en la Iglesia a lo largo de los siglos. Subsisten, más o menos manifiestamente, en las iglesias de nuestro tiempo. Y ello se debe no solamente a la acción de fuerzas diabólicas (Ef. 6:12), que las hay, sino también -probablemente en la mayoría de los casos- a las inconsecuencias de los creyentes: su tibieza espiritual, paulatino alejamiento de la iglesia, carencia de abnegación, excesivo amor propio, falta de compromiso en el servicio cristiano, negligencia, irresponsabilidad y «dejarse llevar» a la hora de combatir debilidades del carácter (orgullo, envidia, iracundia, problemas personales, complejos de superioridad o de inferioridad, etc.) muchas de las cuales han causado la ruina de numerosas iglesias. Sólo Dios y los pastores saben el daño que causan un espíritu crítico destructivo, la reacción desproporcionada frente a una ofensa, la murmuración, los chismes, En mi libro Tu Vida Cristiana (el primero que escribí) menciono el recuerdo de un cuadro que había visto hacía algún tiempo. «Solamente había un grabado. Examinado de cerca y en detalle, se veía a la puerta de una suntuosa iglesia un corrillo de mujeres en animado diálogo. Sus miradas permitían adivinar el carácter poco edificante de su conversación. Alejado el grabado a dos metros de distancia, se perdían de vista los detalles. Y se contemplaba en el conjunto la faz del diablo con una sonrisa de gran satisfacción. ¿A la puerta de cuántas iglesias no sonreirá el maligno con idéntico sentimiento?»

No es raro oír de labios de un creyente una frase referida a su congregación: «la iglesia va mal». ¿Es realmente la iglesia la que va mal o es él quien no va bien? Y si realmente la comunidad tiene problemas ¿qué hace el criticón para ayudar a resolverlos?

Ser y estar en la iglesia. Sí, pero ¿cómo? Podemos estar en ella como meros espectadores, aportando a su crecimiento poco o nada; como simples «convidados de piedra»; como censuradores implacables; como derrotistas amargados. Pero también como eficaces colaboradores, con un espíritu pacificador, constructivo, de acuerdo con la exhortación de Pablo: «Todo lo que hagáis, sea de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por él» (Col. 3:17). Hacer algo en el nombre de Cristo equivale a hacerlo como él lo haría, con el mismo dominio propio, con la misma humildad, el mismo amor, el mismo celo por la gloria de Dios, la misma entrega a la Iglesia que él tanto amó.

Si soy iglesia, todo lo que para bien o para mal afecta a la iglesia me afecta también a mí. Y mi estado espiritual influye en ella. Con ella me robustezco espiritualmente y glorifico a Dios o me debilito y le deshonro. Cuando la juzgo me estoy juzgando a mí mismo. Si la condeno, es a mí mismo a quien condeno. Pero Dios no nos ha puesto para juzgar, sino para servir. ¿Podrá decir de mí: «Buen siervo y fiel...»?

José M. Martínez
 


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