Caminante, SÍ hay camino
Los bien conocidos versos de Antonio Machado «Caminante no hay camino, se hace camino al andar» admiten una interpretación humanista que exprese la necesidad de esfuerzo por parte del hombre para abrirse paso en la vida. Pero en un sentido más trascendente, el camino no hay que hacerlo, ya está hecho. Lo hizo Dios conforme a propósitos tan amorosos como sabios. Cuando Samuel, Jeremías, Saulo de Tarso o el propio Señor Jesucristo se hallaron en el cauce de la vida no tuvieron que bregar para pensar o labrar su destino. Dios lo tenía trazado de antemano según sus «caminos» y sus «pensamientos» (Is. 55:8-9) y dirigió el curso de los acontecimientos para que su plan divino se cumpliera. Lo mismo puede decirse de la vida de cada uno de sus hijos. Yo lo veo claramente, paso a paso, en el curso de mi propia vida.
El camino de Dios para cada uno de sus hijos es personal, diferente del reservado para otros. El del apóstol Juan no fue el de Pedro, ni el de Esteban el de Pablo. Pero pese a las diferencias, hay mucho de común en lo que Dios tiene reservado para cada uno de sus redimidos. De todos puede decir lo que dijo a Jeremías acerca de los judíos deportados a Babilonia: «Yo sé los pensamientos que tengo para vosotros: pensamientos de paz y no de mal» (Jer. 29:11). Siempre «todas las cosas cooperan para bien de aquellos que aman a Dios» (Ro. 8:28). Esta declaración, sin embargo, no significa que la vida de todo creyente es un camino de rosas. Tampoco es una amplia avenida; generalmente es un camino estrecho en el que no faltan asperezas, cuestas fatigosas, curvas y rodeos desconcertantes, bordes que dan a precipicios. Por él hay que avanzar siempre sin desfallecer. Pero si en algún momento sobreviene el desmayo, poder hay en Dios para «dar vigor al cansado y acrecentar la energía al que no tiene fuerzas» (Is. 40:29). Así lo han experimentado infinidad de creyentes que, conforme a la promesa divina, desde su agotamiento recobraron la energía necesaria para correr sin cansarse y caminar sin fatigarse (Is. 40:31).
Ahondando en el tema, hemos de señalar que, en conformidad con los «pensamientos» de Dios, la senda de su pueblo es un «camino de santidad; no pasará inmundo por él, sino que Dios mismo andará con ellos; el que anduviere en este camino, por torpe que sea, no se extraviará» (Is. 35:8). A quienes transitan por él dice el Señor: «Sed santos, porque yo soy santo» (1 Pe. 1:16). Esto significa que la vida del creyente se ha de distinguir por la rectitud moral (vivir «como hijos de Dios», Ef. 5:8), por la dedicación a él y por el amor (Ef. 5:2). «Sin la santidad, nadie verá al Señor». Es en ella donde el cristiano encuentra la suprema realización en la formación de su carácter, lo que en sí tiene mucho de vivificante.
El camino preparado por Dios es además un camino protegido. «No habrá allí león, ni subirá ninguna fiera por él; no se hallarán allí, para que caminen los redimidos» (Is. 35:9). Los judíos piadosos que desde lugares lejanos peregrinaban a Jerusalén para adorar a Dios en el templo habían de andar largas distancias expuestos a no pocos peligros, especialmente a los de fieras y salteadores; pero se confortaban unos a otros cantando: «El Señor es tu guardian, tu sombra a tu mano derecha (...). El Señor te guardará de todo mal, guardará tu salida y tu entrada desde ahora y para siempre» (Sal. 121:5-8).
En nuestro andar por la vida frecuentemente nos vemos envueltos en experiencias amargas que nos sumen en una perplejidad abrumadora: enfermedades, pérdidas dolorosas, desengaños, ofensas inesperadas... Ante esas contrariedades solemos reaccionar inadecuadamente: o nos hundimos en la melancolía, o desconfiamos de la bondad de Dios, o maldecimos al causante de nuestra desgracia. O nos encendemos con el fuego de la ira o se apaga la llama de nuestra fe como la de una vela al menor soplo de viento. Y sólo acertamos a repetir la pregunta tantas veces hecha por infinidad de seres humanos atribulados: «¿Por qué?», «¿Por qué a mí?» En situaciones así deberíamos seguir la senda trazada por la sabiduría espiritual que en labios del salmista nos dice: «Encomienda al Señor tu camino, confía en él, y él hará» (Sal. 37:5). El espíritu de esa sabiduría pondrá en nuestros labios una encendida plegaria: «¡Padre, hágase tu voluntad!» Entonces también nosotros cantaremos como los piadosos judíos que peregrinaban a Jerusalén: «¿De dónde vendrá mi socorro? Mi socorro viene del Señor que hizo los cielos y la tierra» (Sal. 121:1-2). Su soberanía es inalterable, como lo son su misericordia y su poder.
También es un camino bien transitado. Millones de creyentes han pasado -y siguen pasando- por él. Nos confirma esta realidad el capítulo 11 de la carta a los Hebreos (Heb. 11). Su texto nos muestra que ningún cristiano hoy camina por la senda de la fe en solitario. Estamos «rodeados» por aquellos héroes de la fe (Heb. 12:1), como si desde las alturas nos animasen a seguir adelante. Su fidelidad es para notros un estímulo poderoso. Pero más lo es la presencia, como pionero y guía, del Señor Jesucristo, «autor y consumador de la fe». él también recorrió nuestro camino, en su caso mucho más doloroso y descorazonador, más humillante, hasta llegar al término: la cruz. A su muerte siguió su resurrección y, resucitado, dice a sus discípulos: «Yo estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos» (Mt. 28:20). Hoy, también.
Y es un camino sin fin. Nos conforta esta característica de la vía diseñada por Dios para cada uno de nosotros; en ningún punto o momento se corta, pues cuando tiene fin en la tierra continúa en el cielo. Es eterna, porque eterna es la vida que Dios nos da en Cristo (Jn. 10:28). Yo por mi sendero voy avanzando hacia el final, que es un principio nuevo, glorioso. La muerte no me aterra; es el vehículo que me trasladará a la esfera celestial si Cristo no vuelve antes. Ante esta perspectiva, hago mía la petición del salmista: «Sustenta mis pies en tus caminos para que mis pies no resbalen» (Sal. 17:5).
José M. Martínez
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