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Julio/Agosto 2004
Vida Cristiana y Teología
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Levántate, resplandece...

«... porque ha venido tu luz y la gloria de Jehová ha amanecido sobre ti» (Is. 60:1).

Estas palabras son dirigidas a la hija de Sión, es decir, al pueblo de Israel, pero a un Israel en estado de postración y oscuridad comparable al del desastre causado por la destrucción de Jerusalén en el año 586 a. C. y el subsiguiente cautiverio de los supervivientes en Babilonia. No podían darse circunstancias más dolorosas y humillantes. Y tanto se prolongaba aquella situación que parecía no haber para los deportados la menor esperanza de restauración. Pero es precisamente en la oscuridad más densa donde más resplandece la gloria del plan que Dios tiene para su pueblo. Por eso las palabras proféticas que encabezan este artículo constituyen un maravilloso mensaje de aliento. El capítulo 60 de Isaías (Is. 60), en su conjunto, presenta el cuadro de un pueblo de Dios restaurado, convertido en luz de las naciones por su irradiación de la gloria del Señor. La transformación del pasado no puede ser más sorprendente. A Sión le dice Dios: «En vez de estar abandonada y aborrecida, tanto que nadie pasaba por ti, haré que tengas renombre eterno...» (Is. 60:15). Los versículos finales tienen un marcado colorido escatológico, el propio de «cielos nuevos y tierra nueva» en la nueva Jerusalén que desciende del cielo (Is. 60:19-20; compárese con Ap. 21:1-2, Ap. 21:23).

El mensaje dirigido a la «hija de Sión» bien puede aplicarse a la Iglesia cristiana si tenemos en cuenta que el verdadero Israel, los auténticos descendientes de Abraham, somos los justificados por la fe en Jesucristo (Ro. 4:16-18). ¡Cuán inspiradoras son las palabras del profeta para nosotros hoy! ¡Y cuán necesarias! Salvo excepción de no pocos creyentes e iglesias locales fieles, la Iglesia cristiana a ojos del mundo aparece en muchos lugares como caída y sin fuerzas para erguirse, carente de la luminosa verdad de Dios y del poder renovador de su Espíritu. A juzgar por lo que se ve en muchos países, puede decirse que la Iglesia realmente se encuentra en un estado de postración y oscuridad, abatida por la debilidad espiritual, por la influencia de corrientes de pensamiento demoledoras de la fe cristiana o por la conducta poco estimulante de muchos llamados cristianos. Por eso urge que resuene cual eco potente el llamamiento profético: «¡Levántate, resplandece!». En el texto bíblico se señala la razón de ese levantamiento resplandeciente: «porque ha venido tu luz y la gloria del Señor ha amanecido sobre ti» (Is. 60:1). Esa iluminación del pueblo creyente es una realidad desde el día en que Cristo, «luz del mundo», se encarnó para llevar a efecto nuestra salvación. Desde entonces él es «la luz verdadera, que alumbra a todo hombre que viene a este mundo» (Jn. 1:9). Desgraciadamente muchos seres humanos cierran sus ojos a esa luz. Les molesta porque hiere su conciencia. («amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas; porque todo aquel que obra el mal aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean redargüidas», Jn. 3:19-20). Por el contrario, el creyente en Cristo puede decir: «El Señor es mi luz y mi salvación» (Sal. 27:1). En Cristo se convierte en luz para otros, y de él recibe el poder del Espíritu para vivir una vida nueva y luchar fielmente en defensa de la causa del Evangelio (Fil. 1:7).

Sucede, sin embargo, que frecuentemente somos derrotados por las fuerzas del maligno, el cual nos abate y nos envuelve en oscuridad espiritual. Las tribulaciones, las dudas, las flaquezas de la carne, las corrientes de pensamiento imperantes en el mundo, la propia tendencia a la tibieza espiritual, infinidad de causas pueden hundirnos en un estado de postración y penumbra. Entonces nuestra experiencia espiritual es de aletargamiento, insensibilidad, impotencia, y en vez de ser para nosotros fuente de gozo se convierte en carga pesada. El «primer amor» se enfría (Ap. 2:4) y nos instalamos en la indiferencia, lo que equivale a grave deslealtad, a la par que nos sume en un sopor mortífero.

Es en situaciones de tal gravedad cuando deben abrirse nuestros oídos al llamamiento divino: «¡Levántate, resplandece!». El primer paso en el camino de nuestra restauración a la normalidad espiritual debe ser el arrepentimiento. Hemos de reconocer que muchas de nuestras situaciones de postración y oscuridad tienen en el fondo un ingrediente de consecuencias funestas: el no haber perseverado con la debida fidelidad en el amor y el servicio a Cristo, o tal vez el habernos permitido formas de conducta contrarias a los principios y normas de la Palabra de Dios. En tal caso sólo cabe una decisión sensata: la del hijo pródigo cuando dijo: «Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti» (Lc. 15:18). ésta fue la actitud del salmista que también conoció la amargura del decaimiento: «Aunque caí, me levantaré; aunque more en tinieblas, el Señor será mi luz...» (Mi. 7:8). Y a este primer paso debe seguir la renovación de nuestra entrega a Cristo para vivir conforme a su voluntad y servirle de algún modo en su obra.

Con esa restauración no tarda en verse una maravilla: «He aquí que tinieblas cubrirán la tierra y oscuridad las naciones, mas sobre ti amanecerá el Señor y sobre ti será vista su obra» (Is. 60:2). La primera parte del texto nunca se había hecho tan visible como en nuestros días. Algunos historiadores han visto en la Edad Media la época más oscura de la era cristiana. Pero aquella oscuridad (de carácter más bien intelectual) no tiene punto de comparación con la tenebrosidad en que vive el mundo actual en todos los órdenes: político, económico, social, moral e incluso religioso. La novedad de la globalización, lejos de resolver los problemas económicos, más bien ha agudizado las tensiones con fuertes movimientos de oposición que dan lugar a nuevas formas de conflicto entre el mundo empresarial y el de los trabajadores. En el orden económico subsisten innumerables desigualdades entre ricos (cada vez más ricos) y pobres (cada vez más pobres). En el plano político se observan fallos crecientes de las democracias y en demasiados casos se pone de manifiestos que los gobiernos actúan, más que por principios de justicia y fines de paz, por intereses económicos. Y cuando surgen crisis graves entre dos o más países prevalece no la diplomacia, sino la violencia en sus formas más atroces. ¿Y qué diremos acerca de la esfera de la moral? Principios que secularmente se han considerado inviolables hoy son rechazados sin más paliativos que una invocación de los «derechos humanos» que abre las puertas a la permisividad y a formas de comportamiento que no sólo violan las leyes de Dios, sino que vulneran los postulados del sentido común y violan el orden establecido por la propia naturaleza. Nada digamos de lo que concierne a la religión, concepto hoy difuso a causa del sincretismo y del relativismo. Todas las religiones -se dice- tienen cosas buenas; al fin de cuentas, todas llevan a Dios. Resultado: una tremenda confusión que aleja a muchos de toda inclinación religiosa. No es hipérbole afirmar que el mundo hoy está viviendo una fase de eclipse total que lo deja completamente a oscuras.

¡Cuán importante es que en tales circunstancias la luz de Dios resplandezca sobre su pueblo, como se indica en la segunda mitad de Is. 60:2! Esa luz no nos es dada para que nos jactemos de ella, pues no es obra nuestra. Tiene una finalidad eminentemente misionera: que las naciones anden a la luz irradiada por la comunidad que Dios ha restaurado (Is. 60:3).

Urgen algunas preguntas: ¿Cuál es hoy mi situación y la de mi iglesia? ¿Vivimos nuestra experiencia cristiana en un estado de postración y tinieblas que haga necesaria una renovación profunda, comparable a un nuevo amanecer espiritual? («la gloria del Señor ha amanecido sobre ti»). Si te ves postrado en la oscuridad, levántate, resplandece. Hace siglos que tu luz vino al mundo. Es hora de que venga plenamente a tu vida. Y a la mía; a la de todo cristiano. De ese modo muchos, viendo en nosotros el esplendor de Dios, serán atraídos a él y así se expandirá la gloria de nuestro Señor y Salvador.

José M. Martínez
 


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