La Palabra se hizo carne
Una vez más nos hallamos a las puertas de la Navidad, la fiesta más celebrada en el llamado mundo cristiano. En su sentido originario evoca el nacimiento de Cristo. Pero, en el desarrollo de diversas tradiciones, se ha ido recargando de elementos folclóricos que desfiguran el verdadero sentido de la festividad, bien que a algunos (el pesebre, el árbol navideño, el intercambio de regalos, por ejemplo) se les atribuya un valor simbólico de signo cristiano. Hoy en día, particularmente en el mundo occidental, lo que más distingue a la Navidad es la fiebre consumista de muchas familias, el culto al derroche, puerta a excesos en la comida y la bebida, que nada tiene que ver con la sobriedad que envolvió lo acontecido en el pesebre de Belén. Es triste que lo que al principio fue una celebración pletórica de espiritualidad cristiana en el correr del tiempo haya venido a ser una forma de culto a Baco, el dios pagano de los excesos.
Ante esa degradación de la conmemoración navideña el verdadero cristiano y la Iglesia han de recordar el nacimiento de Jesús con plena conciencia del mensaje que el evento encierra.
Significado del nacimiento de Jesucristo
La mejor explicación de tan singular hecho histórico la hallamos en el prólogo del Evangelio según Juan (Jn. 1:1-3, Jn. 1:14). En los tres primeros versículos se nos presenta la identidad de Jesús: «En el principio era la Palabra, y la Palabra era con Dios, y la Palabra era Dios». No podía decirse más en menos palabras. El término «palabra» (gr. logos), según el concepto hebreo, tenía un significado mucho más amplio y profundo que el que expresa hoy en nuestro lenguaje. Denotaba una personificación de Dios. Aplicado al Hijo de Dios preencarnado, destacaba su divinidad: «Y la Palabra era Dios», el Dios eterno, anterior al principio, pues «al principio» ya, anterior a todo lo creado, era con Dios. Como Dios fue agente en la obra de la creación, antes de que el espacio y el tiempo existieran. «Por medio de él fueron creadas todas las cosas» (Jn. 1:3), lo cual exigía sabiduría y poder sin límites. El Logos poseía todas las características de Dios; por eso se dice de su gloria que era «gloria como del unigénito del Padre» (Jn. 1:14).
Esa gloria se hizo visible porque su manifestación no se limitó a la esfera celestial. También resplandeció en la tierra, pues «la Palabra se hizo carne» (Jn. 1:14), es decir, asumió naturaleza humana. Así, como verdadero Dios y verdadero hombre, Jesucristo vendría a ser el gran Mediador entre Dios y los hombres, el Salvador perfecto.
Llama la atención el hecho de que en el texto sagrado no se dice que la Palabra (el Logos) se hizo hombre, sino «carne» (sarx), término correspondiente al hebreo basar, que en el Antiguo Testamento suele usarse para destacar la fragilidad y la transitoriedad del ser humano, sometido a mil y una flaquezas, a la enfermedad y la muerte. Vívidamente destacó Isaías esa realidad: «... toda carne es hierba y toda su gloria como flor del campo» (Is. 40; cf. Sal. 78:29). Esta peculiaridad de la carne también estuvo presente en la vida de Cristo, experiencia de humillación. Pablo expresa esta faceta de la vida del Señor de modo majestuoso en lo que probablemente fue un himno de la Iglesia primitiva: Cristo, «aunque era de naturaleza divina, no se aferró al hecho de ser igual a Dios, sino que renunció a lo que le era propio y tomó naturaleza de siervo. Nació como un hombre, y al presentarse como hombre se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte...» (Fil. 2:6-8 DHH). ¡Hasta tal punto llegó su sumisión a los designios redentores del Padre! Tan admirable fue la maravilla y el misterio de su amor, pues su muerte fue una «muerte de cruz», la más horrible en aquellos tiempos. ¿No nos estremece pensar que el nacimiento de Jesús tuvo lugar bajo el signo de la humillación y el sufrimiento en un infamante patíbulo? No podemos separar el Calvario del pesebre de Belén.
El pasaje de Fil. 2:6-8 que acabamos de citar es un texto hondamente teológico, pero el contexto precedente (Fil. 2:3-5) tiene un carácter eminentemente exhortatorio. La exposición cristológica que le sigue (Fil. 2:6-11) constituye la base y la razón de la amonestación, lo cual a su vez nos muestra la Palabra encarnada como ejemplo de conducta: «Nada hagáis por rivalidad o por orgullo, sino con humildad... Que nadie busque su propio bien, sino el bien de los otros. Haya entre vosotros el mismo sentir que hubo en Cristo Jesús». ¿Acaso no son la humildad y el amor los fundamentos de la ética cristiana? Nuestra celebración del nacimiento de Jesús sólo será efectiva si nos hace un poco más semejantes a Aquel que, por amor a nosotros, se humilló hasta la sumo. A semejanza de nuestro Salvador somos llamados a encarnar nuestro cristianismo; es decir, a vivirlo con autenticidad, con espíritu de solidaridad hacia nuestros semejantes, en particular los más afligidos y necesitados. Que Dios nos libre de que se nos pueda aplicar una nueva versión de Jn. 1:14 y en vez de que se diga: «La Palabra se hizo carne», quienes nos rodean, al vernos, hayan de decir: «La Palabra se hizo palabras, palabras, palabras». Nada más que palabras, sin el menor fruto de amor y servicio.
Otra característica de la Palabra es que constituye el medio de comunicación por excelencia. Por medio de ella expresamos nuestros pensamientos, nuestros sentimientos, nuestros deseos, nuestros temores. Y de ella se valen nuestros semejantes para darnos a conocer los suyos. Así Cristo, como Palabra (Logos), viene a ser mediador entre Dios y nosotros para darnos a conocer sus características, sus atributos, sus propósitos, el significado de sus obras, tanto en la creación como en la redención. Esta faceta de la persona y la obra de Cristo nos permite entender mejor la revelación divina que se fue desarrollando a lo largo de los siglos y alcanzó su plenitud en Cristo: «En otros tiempos habló Dios a nuestros antepasados muchas veces de muchas maneras por medio de los profetas. Ahora, en estos tiempos últimos, nos ha hablado por su Hijo» (Heb. 1:1-2 – DHH). Admirable fue el mensaje de los profetas del Antiguo Testamento. Ellos fueron portavoces del Altísimo que proclamaron su soberanía, su santidad y justicia, su misericordia, su voluntad de relacionarse salvíficamente con su pueblo en virtud de un pacto sellado con la sangre de una víctima propiciatoria (figura de Cristo Jesús). Todo esto se hallaba incluido -a menudo como entre sombras- en el mensaje profético de la época precristiana; pero la plenitud de su contenido y su significado estuvo más o menos velada hasta el advenimiento de Cristo. él era la PALABRA de Dios encarnada. Esa Palabra comunicaría el pensamiento de Dios respecto a los hombres. De este modo el nacimiento de Jesús venía a ser, en palabras de J. Jeremías, «ruptura del silencio». Todos los fragmentos de revelación anteriores eran simples susurros; pero «Jesucristo es el Verbo de Dios que salió fuera del silencio» (Ignacio de Antioquía). Y todo lo que la Palabra dijo, al igual que todo cuanto hizo, no sólo fue revelador de los pensamientos de Dios. Tuvo también una finalidad redentora: la salvación plena de los seres humanos. A éstos va dirigida. El Logos divino los interpela y de ellos espera una respuesta: de fe y entrega o de incredulidad y rechazo. De no haber decidido aún nuestra posición ante el Salvador, la celebración de esta Navidad nos ofrece la oportunidad de tomar la decisión más trascendental de nuestra vida.
La manifestación de la Palabra
El Evangelio de Lucas nos ofrece un cuadro maravilloso del nacimiento de Jesús. En él sobresale el anuncio angélico de lo acaecido: «Os ha nacido un Salvador». Acto seguido las voces de un «ejército celestial» conmueven cielos y tierra con una exclamación jubilosa: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz». Ha llegado el momento en que se cumple lo declarado por Simeón: «Han visto mis ojos tu salvación, la cual has preparado a la vista de todos los pueblos; luz para ser revelada a los gentiles y para gloria de tu pueblo Israel» (Lc. 2:30-31).
Por otra parte, el relato de Lucas destaca lo maravilloso del nacimiento, mientras que Juan penetra en su significación y en sus consecuencias. Cristo, en quien estaba la vida y la luz de los hombres, vino a cumplir una misión redentora, pero su ministerio provocó rechazo: «Vino a lo suyo, pero los suyos no le recibieron» (Jn. 1:11). Cerrada pero inútil oposición de las tinieblas a la luz (Jn. 1:5). Pese a todo, muchos creerían en él y vendrían a ser hechos hijos de Dios (Jn. 1:12-13). En la historia del mundo Jesucristo se manifiesta como el gran triunfador sobre todos los poderes tenebrosos del mal.
En el prólogo del evangelio de Juan a la frase «La Palabra se hizo carne» (Jn. 1:14) sigue otra no menos llamativa: «y habitó entre nosotros», literalmente: «acampó entre nosotros» En los tiempos del éxodo Dios se hizo presente de modo visible en la sagrada tienda del tabernáculo, donde ocasionalmente resplandeció su shekinah (su gloria). De modo parecido, pero infinitamente más maravilloso, Cristo habitó entre los hombres de modo permanente en la tienda de su humanidad. A esta afirmación Juan añade un testimonio personal: «... y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre». Esa gloria se hizo patente en sus milagros y en su transfiguración (Lc. 9:28-36), pero de modo más maravilloso en las características morales que distinguieron su ministerio: «lleno de gracia y de verdad». A esa gracia se refería Pablo cuando en su carta a Tito escribía: «la gracia de Dios se ha manifestado para ofrecer salvación a todos los hombres» (Tit. 2:11). Esa salvación, según numerosos textos del Nuevo Testamento, incluye perdón, reconciliación con Dios, liberación del poder esclavizante del pecado, vida en el Espíritu, vida eterna. A la plenitud de gracia se une la verdad, no sólo en el sentido de que todo cuanto Cristo enseñó era cierto, sino que era del todo fiable. Por eso algunas de sus declaraciones más trascendentales las introduce precedidas de una frase enfática: «De cierto de cierto os digo...». El evangelista, como subrayando lo que acaba de decir, todavía agrega: «...de su plenitud hemos recibido todos gracia sobre gracia, porque... la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo» (Jn. 1:16-17).
Todas estas verdades estaban implícitas en el nacimiento del unigénito Hijo de Dios. Lo que ahora corresponde a los seres humanos es asumirlas. Como ya hemos indicado, podemos aceptar y podemos rechazar lo que la gracia de Cristo nos ofrece. Pero sólo la aceptación dará sentido a la celebración de la Navidad y hará posible que, a semejanza de los pastores betlemitas, tributemos honor y gloria a Dios agradecidos por su don inefable (2 Co. 9:15). Ya es hora de que nuestra celebración se distancie de la parafernalia mundana, cada vez más materialista, más folclórica, más pagana. Y hora de recogimiento interior para recordar y adorar al Cristo que un día nació y después murió y resucitó para ser Salvador y Señor nuestro.
José M. Martínez
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