El Pastor y los pastores
La figura del pastor aparece muy frecuentemente en las páginas de la Biblia. Unas veces referida a Dios, otras a Cristo, y no pocas a los líderes humanos del pueblo de Dios. En todos los casos la metáfora está cargada de sugerencias tan instructivas como edificantes. Sobresale la idea del pastor que guía y protege a su rebaño.
Dios, el Pastor de su pueblo
En el Antiguo Testamento Yahvéh es el Pastor de Israel (Gn. 49:24). Tan arraigada estaba esa idea entre los israelitas y tan inspiradora era que aparece con gran frecuencia en los Salmos (Sal. 23:1-4; Sal. 28:9; Sal. 74:1, entre otros). Impresiona la oración de Asaf: «Oh Pastor de Israel, escucha. Tú que pastoreas a José (el pueblo de Israel) como a un rebaño... despierta tu poder.» (Sal. 80:1-2). Ver a Yahvéh como el Pastor celestial inspiraba los más bellos cánticos de alabanza, que el pueblo cantaba en el templo con reverencia, gozo y fervor (Sal. 95:6-7; Sal. 100:3). También los profetas reconocieron en Dios al gran Pastor de Israel (Is. 40:11; Jer. 13:17; Ez. 34:31; Mi. 7:14).
La historia bíblica viene a confirmar la realidad expresada por la figura del pastor aplicada a Dios. En las más variadas circunstancias, Dios protegió y salvó a su pueblo escogido; lo guió; proveyó lo necesario para suplir sus necesidades; lo instruyó con sus santas leyes; lo corrigió cuando fue necesario, siempre amparándolo de sus enemigos, controlando y dirigiendo todos los acontecimientos para que finalmente se cumpliesen los gloriosos propósitos que Dios tenía para él. Bien podía Israel cantar: «Yahvéh es mi pastor; nada me falta» (Sal. 23:1).
Jesucristo, el gran Pastor de la comunidad cristiana
La referencia a Yahvéh como Pastor en el Antiguo Testamento tiene un paralelo admirable en el Nuevo Testamento referido a la persona y la obra de Cristo. El sustantivo griego poimen (pastor) aparece nueve veces en los evangelios sinópticos, seis en el evangelio de Juan. Con formas diversas derivadas de poimen hallamos el término en varias epístolas y en el Apocalipsis, hecho que llama la atención si se tiene en cuenta que en los días de Jesús los pastores tenían connotaciones más bien negativas, poco honorables. Pese a ello, Jesús mismo se apropia la metáfora para expresar gráficamente el carácter de su ministerio. Sin titubeos declara: «Yo soy el buen Pastor» (Jn. 10:11), como si tuviera en mente a los dirigentes políticos y religiosos que, como malos pastores, tan gravemente habían perjudicado al pueblo judío. En contraste con estos malos pastores, Jesús se presenta como un pastor benéfico, como «el bueno». A diferencia de muchos pastores de aquel tiempo, que esquilmaban el rebaño, «el Buen Pastor da su vida por las ovejas» (Jn. 10:11). Cristo era el Pastor mesiánico que en virtud de su muerte expiatoria daba principio a la era de salvación preanunciada por los antiguos profetas. Por tal razón, él mismo ilustra esta verdad con la bellísima parábola de la oveja perdida (Mt. 18:11-14). Recogiendo las enseñanzas del Antiguo Testamento y recordando lo dicho por Jesús, el autor de la carta a los Hebreos lo presenta como «el gran Pastor de las ovejas en virtud de la sangre del pacto eterno» (Heb. 13:20). Y lo que acerca de ese Pastor leemos en diferentes textos bíblicos no podía ser más inspirador. El buen Pastor «conoce a sus ovejas» (Jn. 10:14), a cada una de ellas, incluidas las más débiles o defectuosas. En él el conocimiento es amor, solicitud, asistencia restauradora, dirección; llama a sus ovejas -cada una por su nombre-, las saca del aprisco, va delante de ellas a lugares de escogidos pastos (Jn. 10:3-5). Y si aparecen ladrones o fieras depredadoras, el Pastor es su defensor. ¿Puede el cristiano imaginar una garantía mayor de su salvación?
En la metáfora relativa a la relación Pastor-ovejas, infinidad de creyentes han hallado una fuente de aliento y esperanza, por lo que con el salmista han cantado «El Señor es mi Pastor... Aunque pase por valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento... Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida» (Sal. 23).
Los pastores humanos
El hecho de que Dios -o el Señor Jesucristo- aparezca en las Escrituras como Pastor de su pueblo no excluye que en sus funciones como tal delegue en sub-pastores humanos su autoridad y la responsabilidad de proteger, alimentar y guiar a su rebaño. De ahí que ya en tiempos antiguos se transfiriera la metáfora a reyes y otros dirigentes, civiles o religiosos. Esta práctica, común en los pueblos del Próximo Oriente y del Oriente Medio, se implantó también en Israel, a petición del propio pueblo, deseoso de tener un rey «como tienen todas las demás naciones» (1 Sa. 8:4-22). El establecimiento de la monarquía israelita en el fondo entrañaba una deslealtad a Dios pese a lo cual el Señor la toleró con determinadas condiciones (1 Sa. 8:9-22). Con el tiempo, los reyes y demás líderes políticos y militares fueron vistos como los pastores de la grey escogida de Dios. Del modo como dirigían al pueblo dependía la suerte de éste. Si gobernaban conforme a las prescripciones divinas, dejándose guiar por los grandes profetas que Dios les enviaba, el reino prosperaba protegido y bendecido por Dios. Si se apartaban de la voluntad revelada de Yahvéh, habrían de sufrir graves derrotas y calamidades, anticipo de la más severa catástrofe nacional.
En Israel hubo pastores buenos y pastores malos; líderes piadosos y líderes apóstatas que condujeron al pueblo a la ruina. De ahí que profetas como Jeremías y Ezequiel se dirigieran a los líderes de la nación con solemnes admoniciones (Jer. 25:34-38; Ez. 34:1-10; Ez. 20:6-7). Pastores buenos fueron David, Ezequías, Josías; malos, Roboam, Jeroboam, Acab, Acaz, Manasés, Joacim. La conducta de los reyes impíos condujo a las tribus israelitas del Norte primeramente, y a Judá después, a la tragedia y al cautiverio en Babilonia.
Igualmente instructivas son las referencias a los pastores en el Nuevo Testamento cuando se refieren a los líderes de las iglesias. La necesidad de los «subpastores» cristianos se hace patente en la designación de los doce apóstoles para que estuviesen con Cristo y colaborasen con él en su obra. A Pedro dijo el Señor después de su resurrección: «Apacienta mis ovejas... apacienta mis corderos» (Jn. 21:15-17). Es enseñanza bíblica importante la que indica que los pastores son un don divino a la Iglesia para la edificación del cuerpo de Cristo (Ef. 4:11-13). Y tanto el libro de los Hechos como las cartas apostólicas confirman la gran importancia de la obra pastoral. Son suficientemente significativos algunos textos de las epístolas (Heb. 13:7; 1 Pe. 5:2-4, entre otros) que destacan lo vital del ministerio de los guías en las iglesias.
Pero a semejanza de lo que había acontecido en el antiguo Israel, también en la Iglesia cristiana hay dos clases de pastores. Algunos son hipócritas, piedra de escándalo para los fieles; otros -la mayoría- son verdaderos siervos de Cristo. Respecto a éstos se nos ha dicho: «Imitad su fe». (Heb. 13:7)
Discernimiento y responsabilidad
Malos pastores los ha habido en todos los tiempos, incluidos los de la época apostólica. El pasto espiritual que han ofrecido a las congregaciones que dirigían era nocivo. Tal fue el caso de los maestros judaizantes en días del apóstol Pablo o el de los filognósticos contemporáneos de Juan. Dirigentes desleales eran los adversarios de Pablo que le difamaban con objeto de arruinar su obra. No faltó un Alejandro («el calderero»), causante de muchos males que afligieron al apóstol. Ni en el entorno de Juan un Diótrefes ambicioso, ávido de poder despótico en la iglesia (3 Jn. 1:9-10). Tampoco faltaron líderes en la iglesia de Corinto de espíritu sectario, permisivo y acomodaticio. En el entorno apostólico igualmente hubo colaboradores inconsistentes e inconstantes como Juan Marcos o como Demas, que abandonó a Pablo «amando este mundo» (2 Ti. 4:9-11).
Estos y otros comportamientos análogos se han visto -es verdad- entre dirigentes de las iglesias, lo que ha desprestigiado el testimonio cristiano en una sociedad laica o beligerantemente anticristiana. Pero esto no es toda la verdad. Yo me atrevo a afirmar que por cada pastor infiel que pueda hallarse en las Iglesias podríamos encontrar un centenar de siervos de Cristo que han sido fieles a su llamamiento, han amado la grey que les ha sido encomendada y se han desvivido en una entrega abnegada a su servicio, a menudo con deterioro de su salud.
En la Iglesia del Señor hay -lo ha habido siempre- todo un ejército de «héroes y mártires», de servidores de Cristo que han dado abnegadamente lo mejor de sí mismos en beneficio de las iglesias y para gloria de Dios. El ejemplo del apóstol Pablo es impresionante, sin duda el más próximo a la perfección total. Por eso es eminentemente paradigmático. Casi nos conmueven las declaraciones autobiográficas que escribió en algunas de sus cartas. Sírvannos de ejemplo el capítulo 2 de su primera carta a la iglesia de Tesalónica, donde sobresalen prácticamente todas las virtudes pastorales: valor e integridad (1 Ts. 2:2-3), afán de agradar no a los hombres, sino a Dios (1 Ts. 2:4-5), desprecio de la gloria humana (1 Ts. 2:6), abnegación (1 Ts. 2:6-8), amabilidad impregnada de espíritu paternal (1 Ts. 2:11) e incluso maternal (1 Ts. 2:7), disposición a sacrificar la propia vida en aras del ministerio cristiano (1 Ts. 2:8), diligencia hasta el agotamiento en el trabajo manual para no ser gravoso a sus hermanos en la fe (1 Ts. 2:9). Exento por completo de vanidad, recuerda a los tesalonicenses «cuán santa, justa e irreprensiblemente nos comportamos con vosotros los creyentes» (1 Ts. 2:10). ¿Podía pedirse más del apóstol de los gentiles o de cualquier ministro del Evangelio con funciones pastorales? Como figuras modélicas podemos mencionar a colaboradores de Pablo: Bernabé, Timoteo, Tito, Onesíforo, entre otros.
Incontables fueron los pastores de las iglesias locales. Generalmente se hace referencia a ellos con el nombre de «ancianos» (gr. presbyteroi) para designar sus funciones de gobierno en la iglesia local (Hch. 14:23; Hch. 15:4; Hch. 15:6; Hch. 15:22; Hch. 20:17; 1 Ti. 5:17; Tit. 1:5). En Heb. 13:17 se alude a ellos como «gobernantes», pero con clara referencia a su labor pastoral. El anciano, obispo o «gobernante» (estos tres términos son sinónimos en las Epístolas) es un cristiano maduro, de piedad y conducta ejemplares, que guía a los miembros de la comunidad como el pastor guía y cuida a su rebaño. No es fácil llevar a cabo esta tarea. ¡Cuántas cavilaciones, cuántos desvelos, cuántas oraciones intercediendo por sus hermanos según sus necesidades espirituales o temporales, cuántas horas de estudio, cuántas en la preparación de sus sermones, cuántas conversaciones íntimas con objeto de orientar, consolar, aconsejar según convenga, incluso amonestar fraternalmente cuando haya motivo para ello...! Y todo eso lo hace el pastor fiel con celo, con profunda simpatía, superando sus propios desfallecimientos. Y sus decepciones, que no son pocas.
De la dualidad pastoral (pastores malos y pastores buenos) que podemos ver en la obra del Señor, surge una doble responsabilidad, la de resistir -con firmeza, pero siempre con amor y sabiduría- a los líderes reprobables con miras a salvaguardar la integridad de la iglesia. En Israel algunas de las diatribas más duras fueron dirigidas a los falsos profetas, como hemos visto (Ez. 34; Jer. 23:1-3). Pero por otro lado es deber de las iglesias reconocer a los pastores, someterse a ellos en la verdad del Señor. Si éstos son fieles, merecen cálido reconocimiento, sumisión razonable (acorde con la enseñanza bíblica) con simpatía y apoyo sin regateos (Heb. 13:7). Razones para esta colaboración no faltan.
La labor del pastor, no siempre es reconocida. Por el contrario, demasiado a menudo tiene como paga actitudes tan hirientes como injustificadas: incomprensión, crítica mordaz, difamación, obra de zapa que socava peligrosamente no sólo el prestigio del pastor, sino también la estabilidad de la propia iglesia. Mal está hacer del pastor un pequeño dios; pero mucho peor hacer todo lo posible para arruinar su ministerio sin motivo que justifique la hostilidad. Para contrarrestar este mal, la Palabra de Dios nos exhorta a honrar, imitar y sostener a los dirigentes de la iglesia (1 Ts. 5:12-13; 1 Co. 16:16, 1 Co. 16:18; 1 Ti. 5:17; Heb. 13:7).
La Iglesia recibe gran bendición a través de los pastores. Responsabilidad de los miembros es contribuir a que esa bendición no se malogre. Dichosas las iglesias en que dirigentes y dirigidos trabajan unidos bajo la autoridad del «Príncipe de los pastores», quien en su día ceñirá «corona incorruptible de gloria» sobre los cuidadores de su grey (1 Pe. 5:1-3).
José M. Martínez
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