El rostro humano de Dios
Se dice, no sin cierta razón, que la cara es el espejo del alma. Los diferentes aspectos de nuestro rostro manifiestan por lo general nuestro estado de ánimo: alegría, tristeza, sorpresa, ansiedad, ira, apacibilidad, compasión, amor... Y es innegable que la expresión de nuestra cara, a menos que finjamos, influye poderosamente en nuestra relación con otros. En el éxito de la comunicación pocas cosas influyen más que la expresión del rostro. ¿Puede aplicarse esa observación a nuestra relación con Dios? Dicho de otro modo:
¿Podemos hablar de la faz de Dios?
Sabido es que en la Biblia frecuentemente se usa un lenguaje antropomórfico cuando se refiere a Dios, quien es representado como si fuese un hombre. En tal caso no podemos interpretar las referencias a él literalmente como si tuviese un cuerpo físico a semejanza de los humanos, pues «Dios es Espíritu» (Jn. 4:24). Por algo fue rotundamente prohibido el uso de imágenes en Israel. Pero aun si la faz de Dios tuviese una expresión física, al hombre le estaría vedado contemplar su gloria. Aun a Moisés, su siervo escogido, tuvo Dios que decirle: «No podrás ver mi rostro, porque ningún hombre podrá verme y seguir viviendo» (Éx. 33:20). A lo sumo el hombre ha visto las maravillosas obras de Dios, sus milagros, su acción redentora en favor de su pueblo, sus intervenciones en el control de la historia del mundo, su manifestación en la figura del «angel de Yahveh», etc. Pero el rostro de Dios nadie lo ha visto. Moisés -valga la paradoja- «se mantuvo como viendo al Invisible» (Heb. 11:27). Con todo, muchos -creyentes incluidos- se imaginan a Dios como un anciano de luengas barbas que cabalga majestuoso sobre nubes. El arte cristiano nos ha dejado la figura de un Pantocrátor de expresión fría que hace pensar en un Ser todopoderoso, perfectamente justo, soberano, Rey de reyes y Señor de señores, divinidad impasible. Su rostro, más que confianza, inspira temor al juicio venidero. Pero no es esta imagen la que corresponde al concepto bíblico de Dios. Esencialmente, y en la mayoría de los casos, el semblante de Dios no refleja cólera, sino amor. No tiene por finalidad asustar, sino alentar; no turbar, sino infundir paz. En días de Moisés, dada la rebeldía del pueblo israelita, una idea inadecuada de Yahveh podía infundir pavor. Pero al caudillo israelita le dijo Dios: «Mi rostro irá contigo y te haré descansar» (Éx. 33:13-14).
El rostro divino y Cristo
La auténtica faz de Dios sólo podemos verla en la persona de su Hijo unigénito, el Verbo divino, aquel que dijo: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn. 14:9). «Dios resplandeció para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo» (2 Co. 4:6). «Nadie ha visto jamás a Dios. El Hijo único, que es Dios y vive en íntima comunión con él, nos lo ha dado a conocer» (Jn. 1:18, versión Biblia de Estudio). Por supuesto, tampoco podemos hacernos una idea cabal de la cara física de Jesús, pese a los esfuerzos de eminentes artistas que lo han pintado con respetuosa imaginación, (véase el Tema del Mes de Mayo 2001: «¿Una imagen nueva para Jesús?»). A Cristo sólo podemos conocerle a la luz del Evangelio, «por fe, no por vista» (2 Co. 5:7). Sólo así llegamos a contemplar la belleza de su carácter, la generosidad de su amor, la fidelidad de sus promesas, lo impresionante de su obra, todo ello reflejo de las características de Dios.
Dios ¿puede sufrir?
En Cristo Dios se acerca a los hombres. El Hijo encarnado es Emanuel, «Dios con nosotros». Y por nosotros. Dios está, por así decirlo, comprometido con nuestra salvación y juntamente con su Hijo participa en la obra dolorosa de la expiación del pecado para salvación de los seres humanos. En la cruz Dios «estaba en Cristo reconciliando el mundo a sí» (2 Co. 5:19). ¡Misterio profundo! ¿Significa esto que Dios puede sufrir? Algunos teólogos -más bien filósofos-, envueltos en especulaciones metafísicas, han negado esa posibilidad alegando que la inmutabilidad de Dios implica su impasibilidad (que no puede sufrir). Pero en la Biblia hay textos muy significativos que presentan a Dios con sentimientos doloridos, como un gran sufriente: «En toda angustia de ellos él fue angustiado» (Is. 63:9). «Así ha dicho Yahveh (hablando a su pueblo): "El que os toca, toca la niña de mi ojo"» (Zac. 2:8). ¿Acaso no hay sufrimiento inaudito en las palabras de Dios transmitidas por el profeta Oseas: «¿Cómo podré abandonarte, oh Efraím? ¿Cómo podré entregarte, oh Israel?... Mi corazón se revuelve dentro de mí; se inflama toda mi compasión» (Os. 11:8).
Es sumamente difícil imaginarse a Dios contemplando impasible a su Hijo en la cruz. Me parece oportuno citar aquí unas palabras de Richard Bauckham: «Solamente si podemos decir que Dios mismo estaba implicado en el sufrimiento de Cristo en la cruz podemos hacer justicia al lugar de la cruz en la fe cristiana». Si es así, no parece justificado buscar el rostro de Dios en el Pantocrator. Es mucho más iluminador contemplarlo a la luz del Calvario. Con ella resplandece la gloria de la justicia divina: Dios «ni aun a su propio Hijo eximió, sino que lo entregó por todos nosotros» (Ro. 8:32). Pero, sobre todo, refulge el amor infinito de Dios: «De tal manera amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito... como propiciación por nuestros pecados» (Jn. 3:16; 1 Jn. 4:10).
De todo lo expuesto se deduce que si Dios es sensible ante la cruz también lo es frente al sufrimiento humano en general. Recordemos Is. 63:9: «En toda angustia de ellos él fue angustiado». Incluso en los padecimientos más angustiosos. Aunque no entendamos la aparente lejanía de Dios en los grandes dramas de la humanidad (odios, guerras, campos de concentración, genocidios, etc.). ¿Dónde estaba Dios cuando en los campos de exterminio nazis morían millones de víctimas? ¿Qué hacía? Estaba preparando un principio de esperanza. Sí; de un modo que excede a nuestra comprensión, Dios sufre. Y, en unión de su Hijo, reacciona poniendo en acción los recursos de su gracia necesarios para cambiar la situación de la humanidad (Ro. 8:18-23). En el fondo, la historia del mundo es historia de salvación. La maldad en sus múltiples formas será eliminada; el imperio del mal será sustituido por el Reino de Dios. De ese modo, el dolor de Dios dará lugar al triunfo de Dios en el orden y el bienestar de una nueva creación.
En Cristo se encuentran la divinidad y la humanidad. Dios va a ser glorificado. El hombre va a ser redimido. Dios acepta pagar el precio de nuestra salvación: la humillación, el dolor, la cruz (Fil. 2:7-8). En Cristo no fue ajeno a ninguna de nuestras necesidades; compartió nuestros padecimientos. Y lo más ínsólito: se solidarizo con los seres humanos en su estado de miseria moral para librarlos de su condición y elevarlos a la dignidad de hijos suyos. Santo, se acercó a los más caídos, a los marginados, a los tenidos por despreciables en la sociedad, e hizo de ellos hombres y mujeres nuevos. En todo momento actuó como el restaurador de los maltrechos por la desgracia o por las consecuencias del pecado. Cristo, en su encarnación y su acercamiento a la humanidad, ha efectuado una total renovación: «Si alguno está en Cristo es una nueva creación; las cosas viejas pasaron y todas son hechas nuevas» (2 Co. 5:17). Al decir «todas» quiere indicar la totalidad de la persona y de su vida: su carácter, sus aspiraciones, sus valores y prioridades, su comportamiento, su relación con Dios y con sus semejantes. Asimismo incluye la influencia del pueblo cristiano en el mundo como sal y luz. Cristo es la imagen perfecta de Dios. El cristiano es llamado a ser imagen viva de Cristo.
Lo que llevamos dicho de Cristo es aplicable al Padre. El Señor Jesús afirmó: «Yo y el Padre somos una sola cosa» (Jn. 10:30), «Todo lo que el Padre hace, también lo hace igualmente el Hijo» (Jn. 5:19). De modo análogo podría decirse que todo lo que el Hijo hace también lo hace el Padre juntamente. En la obra de la salvación Dios y su Hijo están plenamente identificados.
Dios y el rostro de sus redimidos
En el principio, el hombre fue hecho a imagen de Dios. En la segunda creación, el hombre es «modelado conforme a la imagen de su Hijo» (Ro. 8:29 RV77). Y dado que Cristo es imagen de Dios (2 Co. 4:4), se sobrentiende que el creyente ha de reflejar el rostro de Dios, con las mismas características que vemos en Cristo. Esta idea es expresada admirablemente por la Biblia de Jerusalén al traducir Ro. 8:29: «a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo».
Ello implica que también el cristiano ha de «encarnarse» a semejanza de su Señor: acercándose a sus semejantes, penetrando amorosamente en su situación espiritual y existencial, entendiendo que encarnarse es «estar con» el otro, comprender sus problemas y necesidades; si es necesario, sacrificarse y sufrir para su bien. El discípulo de Cristo ha de mostrar el mismo rostro que su Salvador. No es del mundo, pero está en el mundo y como hijo de Dios, en su relación con el mundo, ha de ejercer una influencia social altamente benéfica, la más benéfica que se puede imaginar.
La faz del creyente, al modo de la de Dios, resplandece irradiando comprensión, bondad, tolerancia santa, abnegación, magnanimidad, haciendo visible la gloria de la gracia salvadora de Dios.
En los albores de la nación israelita, el rostro de Moisés resplandecía como resultado de haber estado en la intimidad de la presencia del Altísimo (Éx. 34:29). De modo similar debe resplandecer la faz del creyente que vive cerca de Dios. Que él nos ayude por su Espíritu para que así sea, a fin de que en nosotros pueda verse siempre un rostro tan humano como el de Jesús, el de Dios.
El Señor dice: «Buscad mi rostro»; y mi corazón responde: «Tu rostro buscaré; Señor, no escondas tu rostro de mí.» (Sal. 27:8-9).
José M. Martínez
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