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Septiembre 2007
Psicología y Pastoral
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El predicador, instrumento de comunicación

El Espíritu Santo podría usar directamente la Biblia para la conversión de los hombres y la edificación de la Iglesia, y a veces así lo hace excepcionalmente. Pero por regla general se vale de medios humanos, entre los cuales el predicador ocupa lugar especial.

Al definir la predicación hemos indicado que el mensaje divino es comunicado a través de una persona idónea. ¿Es posible hallar tal persona? Ante la excelencia de la Palabra y la magnificencia aún mayor del Dios que la ha dado, cualquier capacidad humana es ineptitud. ¿Quién puede considerarse apto para lograr que a través de sus palabras los hombres oigan la voz viva de Dios mismo? Que esto suceda es un misterio y un milagro atribuible a la gracia divina, no a mérito alguno del predicador.

Sin embargo, es imprescindible un mínimo de idoneidad por parte de quien comunica a otros la Palabra divina. La predicación no es una simple exposición de la verdad contenida en las Sagradas Escrituras. Tal tipo de exposición puede hacerla incluso una persona no creyente o desobediente a Dios. Los mensajes proféticos de Balaam fueron irreprochables en cuanto a su contenido (Nm. 23-24). Caifás estuvo atinadísimo cuando hizo su afirmación sobre la conveniencia de que un hombre muriera por el pueblo (Jn. 11:50-51). Aun los demonios anunciaban una gran verdad cuando daban testimonio del «Santo de Dios» (Mr. 1:24; véase también Hch. 16:17-18). Pero ninguno de estos «predicadores» mereció la aprobación de Dios.

El verdadero predicador, sean cuales sean sus defectos y limitaciones, ha de estar identificado con el mensaje que comunica. Debe reverenciar y amar a Dios, respetar y aceptar su Palabra. Ha de haber tenido una experiencia genuina de conversión y dedicación a Cristo en respuesta a su llamamiento. Tiene que ajustar su vida -aunque no llegue a la perfección absoluta- a las normas morales del Evangelio, Ha de amar sinceramente a los hombres. Ha de reflejar la imagen y el espíritu de su Señor. Recuérdese todo lo expuesto en capítulos anteriores al ocuparnos del carácter santificado, indispensable a todo ministro de Cristo.

Pero este punto exige algunas matizaciones, ya que suscita cuestiones inquietantes.

¿Qué lugar debe ocupar en la predicación la experiencia del predicador?

Debe quedar muy claro que somos llamados a predicar a Cristo, no a nosotros mismos (2 Co. 4:5). La Palabra, no nuestras experiencias, debe constituir la esencia del sermón. Las experiencias del predicador, usadas moderadamente y con cordura, pueden ser ilustraciones útiles, pero nunca deben ocupar lugar preponderante.

Y a pesar de esto, la experiencia del mensajero de Cristo es de importancia decisiva. Sólo quien ha gustado lo delicioso del pan de vida puede ofrecerlo a otros con efectividad. Únicamente quien ha tenido vivencias auténticas de la energía transformadora del Evangelio puede afirmar sin vacilaciones que es «poder de Dios para dar salvación a todo aquel que cree» y esperar que sus oyentes tomen sus palabras en serio. Pero no es el testimonio oral que sobre sus experiencias puede dar el predicador desde el púlpito lo que más vale, sino lo que de ellas se trasluzca a través de su vida.

Helmut Thielicke ha expresado esta verdad incisivamente en una crítica saludable sobre la iglesia de nuestro tiempo. «Si no estoy equivocado, el hombre de nuestra generación tiene un instinto muy sensible para las frases rutinarias. La publicidad y la propaganda le han acostumbrado a ello... Cualquiera que desee saber si una bebida determinada es realmente tan buena como el anunciante a través de la pantalla del televisor dice que es, no puede creer ingenuamente las recomendaciones fonéticamente amplificadas; debe averiguar si ese hombre la bebe cuando está en casa, no en público. ¿Bebe el predicador lo que ofrece desde el púlpito? Esta es la pregunta que se hace el hijo de nuestro tiempo, consumido por el fuego de la publicidad y los anuncios»(1).

¿Puede predicar quien pasa por una experiencia de crisis espiritual?

Toda crisis indica un estado de inestabilidad. No se ha llegado a posiciones fijas, definitivas. No es inmersión en la incredulidad por pérdida de la fe o entrega al pecado con cese de toda lucha. Es más bien una situación de duda, de conflicto, de angustia, de depresión. Pero la fe se mantiene; las dudas son pájaros que revolotean sobre la cabeza sin llegar a hacer nido en ella; en el corazón sigue ardiendo la llama del amor a Cristo; la Biblia no ha dejado de ser el objeto predilecto de lectura y meditación.

En estos casos no sólo se puede seguir predicando, sino que, como vimos al considerar los recurso del ministro, el hacerlo puede contribuir muy positivamente a la superación de la crisis. En el púlpito, el predicador sincero tiene experiencias tan claras como inefables de la presencia y el poder del Espíritu Santo, el cual le habla a él tanto o más que a la congregación y convierte la Palabra en fuerza maravillosamente renovadora. Sólo cuando la crisis se prolonga y debilita demasiado al predicador, puede ser aconsejable que éste cese temporalmente en su responsabilidad en el púlpito a la par que busca medios adecuados de recuperación.

¿Se puede predicar sobre puntos que el predicador no aplica en su propia vida?

Omitir esos puntos es cercenar la Palabra de Dios. Exponerlos, en el caso apuntado, puede dar lugar a la hipocresía, falta intolerable en el mensajero del Señor.

No es moralmente posible exhortar a los oyentes a una vida de oración si el predicador apenas ora en privado; o a la generosidad, si él es atenazado por el egoísmo; o al esfuerzo de una dedicación plena a Cristo, si él no da ejemplo de ello.

Ante tal inconsecuencia, el predicador debe buscar toda la ayuda de Dios para conformar su vida a las enseñanzas de la Palabra. Debiera estar en condiciones de poder decir con Pablo: «Sed imitadores de mí, así como yo lo soy de Cristo» (1 Co. 11:1). Si es consciente de que no ha alcanzado tal meta y si ha de predicar sobre un texto que pone al descubierto algún punto débil de su vida cristiana, no ha de tener inconveniente en reconocerlo públicamente e indicar de algún modo que él mismo también se incluye entre aquellos a quienes se dirige el mensaje. Esto es doblemente positivo, pues no sólo libra al predicador de dar una falsa impresión de sí mismo, sino que, ante la confesión de sus propios defectos, aunque parezca paradójico, la congregación se sentirá alentada. Los «superhombres» espirituales anonadan. Los hombres de Dios que, como Elías (Stg. 5:17), son «de igual condición que nosotros» estimulan a sus hermanos.

El auditorio y sus necesidades

El predicador es un intermediario entre Dios y los oyentes en lo que a comunicación de la Palabra de Dios se refiere. Por tal razón, debe conocer a Dios y vivir lo más cerca posible de El; pero tiene asimismo que conocer a los hombres y vivir próximo a ellos. Ha de ser fiel a su Señor y, por amor a El, amar a quienes le escuchan, con una preocupación sincera por su situación.

Ante sí tiene hombres y mujeres con sus inquietudes, sus dudas, sus deseos nobles, sus debilidades, sus luchas, sus avances espirituales, sus pecados, sus alegrías, sus temores. De alguna manera, el predicador ha de penetrar en ese mundo interior de cada oyente e iluminarlo, purificarlo y robustecerlo con la Palabra de Dios. No puede conformarse con pronunciar palabras piadosas que se pierdan en el vacío porque su contenido es de nulo interés para quienes escuchan. Cuando el gran predicador Henry W. Beecher preparaba sus sermones, según su propio testimonio, jamás su congregación estaba ausente de su mente.

Nada hay más estéril, ni más aburrido, que una predicación descarnada, insensible al pensar y el sentir del auditorio. Por más que nos opongamos -y nos oponemos- a la exégesis «desmitificadora» de Bultmann, hemos de apreciar su gran preocupación por presentar un mensaje relevante para el hombre de hoy, que le diga y le dé algo importante en el plano existencial.

Al pensar en el hombre, hemos de pensar en la totalidad de su ser y de «su circunstancia». La Palabra de Dios no va dirigida únicamente al espíritu; no tiene por objeto solamente movernos a la adoración o fortalecer nuestra fe. Menos aún, elevarnos a una comunión con Dios que nos haga indiferentes a nuestros compromisos, nuestras necesidades, nuestras relaciones o nuestros problemas temporales. El antiguo docetismo despojó a Cristo de su humanidad y lo redujo a una figura tan espiritual que casi resultaba fantasmagórica. Desgraciadamente, no faltan docetistas en nuestros días, aunque su error se haya desplazado de la cristología a la antropología.

Es necesario desterrar falsos espiritualismos y ver desde el púlpito a seres de carne y hueso. Aun el creyente, ciudadano del Reino de los cielos, vive en el mundo bajo toda clase de influencias culturales, religiosas, políticas, sociales. No puede salir de ese marco. Ni es llamado a hacerlo. Pero en él se hallará infinidad de veces con situaciones en las que no verá con claridad cómo actuar cristianamente. Es entonces cuando una predicación «encarnada», en la que la Palabra de Dios responde a preguntas, aclara dudas y proporciona estímulos en el orden existencial, constituye una bendición inestimable por convertirse en palabra redentora. En cierto sentido, respetando el significado original de la frase bíblica, de todo sermón debiera poder decirse que en él «la Palabra se hizo carne».

Por medio de la predicación, el atribulado ha de recibir consuelo; el que se halla en la perplejidad, luz; el rebelde, amonestación(2); el penitente, promesas de perdón; el caído, perspectivas de levantamiento y restauración; el fatigado, descanso y fuerzas nuevas; el frustrado, esperanza; el inconverso, la palabra cautivadora de Cristo; el santo, el mensaje para crecer en la santificación. Resumiendo: el púlpito ha de ser la puerta de la gran despensa divina de la cual se sacan las provisiones necesarias para suplir las necesidades espirituales de los oyentes.

Implícito en este punto hay otro que, por su importancia, hemos de considerar separadamente.

La necesidad de un propósito

No es suficiente que el predicador, al subir al púlpito, tenga algo que decir a sus oyentes. Es necesario que su sermón tenga un objetivo concreto. Ha de aspirar a unos resultados.

El contenido del mensaje no sólo ha de iluminar la mente y remover los sentimientos; ha de mover la voluntad. Toda predicación debiera llevar a quienes escuchan a tomar algún tipo de decisión. Esta puede ser la conversión, la confesión íntima a Dios de un pecado, la renuncia a alguna práctica impropia de un cristiano, el desechamiento de un temor, una entrega plena a la voluntad de Dios, la resolución de iniciar la reconciliación con un hermano enemistado, la determinación de empezar las actividades de cada día dedicando unos minutos a la lectura de la Biblia y la oración, la de ofrecerse seriamente para algún tipo de servicio cristiano, la de evangelizar con mayor celo, la de mantener contactos de comunión cristiana con las personas que más la necesitan. Podríamos mencionar muchas más.

Sólo cuando se han producido resultados de esta naturaleza en los oyentes puede decirse que la semilla de la predicación ha germinado. Por supuesto, la nueva planta debe cuidarse después mediante la acción pastoral de la iglesia; pero ya puede considerarse un éxito inicial que la semilla no cayera «junto al camino» y fuera engullida por las aves.

Es verdad que no en todos los casos la predicación, aunque esté presidida por un propósito concreto, logra su finalidad. Siempre hay oídos y corazones invulnerables a los dardos más directos de la Palabra. También es verdad que el Espíritu Santo puede alcanzar fines que el predicador no se había propuesto. Pero nada de esto justifica que cuando el predicador se embarca en su sermón no tenga idea del puerto al cual se dirige. Sin una meta precisa para cada mensaje, todo el esmero en la exégesis, toda la habilidad homilética y todos los recursos de la oratoria serán poco menos que inútiles. Un sermón no debe ser jamás una mera obra de arte. No ha de llegar a oídos del auditorio como una bella sinfonía, sino como lo que se espera que sea: voz de Dios que habla a los hombres y los insta a las decisiones más trascendentales. En frase de Bohren, la predicación «siempre es una cuestión de vida o muerte».

El ministerio de la predicación es glorioso, pero entraña una responsabilidad imponente. Es fuente de gozo, pero también de grandes tensiones. Su práctica eleva y humilla. Mas detrás de ese ministerio está Dios. El es quien dice a cada uno de sus mensajeros: «He puesto mis palabras en tu boca» (Jer. 1:9) y quien infunde aliento para la realización de misión tan singular (Jer. 1:17).

Del predicador se espera fidelidad y diligencia. Como en el caso de los profetas, su tarea viene determinada por dos palabras: impresión y expresión. La primera indica la operación del Espíritu y de la Palabra en el predicador; la segunda, la acción del Espíritu y de la Palabra a través de él.

En la expresión se combinan el elemento divino y el humano, la unción de lo alto y la homilética. Los principios básicos de esta rama de la Teología Práctica serán el objeto de nuestro estudio en los capítulos siguientes.

José M. Martínez
 

Notas al pie

(1) The trouble with the Church, Hodder and Stoughton, p. 3. - volver

(2) Evítese, no obstante, usar la predicación para «atacar» a una o varias personas -aunque sea de modo anónimo- mediante recriminaciones hirientes. Los problemas personales del ministro en relación con algunos miembros de su iglesia deben resolverse en privado. Trasladarlo al púlpito es generalmente complicarlos peligrosamente. - volver

Ministros de JesucristoEl presente «Tema del mes» es una reproducción parcial del capítulo VIII del libro Ministros de Jesucristo, Vol 1. Creemos que puede ser de interés y útil no sólo para los predicadores, sino para todos los creyentes deseosos de comunicar a otras personas el mensaje de la Palabra de Dios.


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