¿Por qué Dios...?
La providencia y sus misterios
Muchos creyentes que se han extasiado ante las maravillas de la creación tropiezan con la doctrina de la providencia, ante cuyos arcanos quedan sumidos en la perplejidad y la duda. Otros, por el contrario, ven en la providencia una fuente de confianza y paz. Esta dualidad de experiencias puede darse, y a menudo se da, en la misma persona: en un momento dado se siente espiritualmente confortada por el modo de obrar de Dios en relación con sus hijos, mientras que en otro momento se ve aturdida como si toda la potencia heridora de Dios actuase sin misericordia sobre hijos suyos que le aman y le sirven. ¿Acaso Dios es voluble? En determinados días parece actuar con nosotros como si todo él fuese amor. En otros, como si empuñase una dura vara para disciplinarnos. ¿Cuál es nuestro Dios, el de la caricia amorosa o el del látigo?
El marco de la Providencia
No podemos limitar la Providencia a la relación de Dios con sus hijos, aunque tal relación es de importancia vital. Todo cuanto concierne a nuestra experiencia de creyentes hemos de verlo enmarcado en el cuadro de la creación, tanto en la preservación del mundo como en el gobierno divino de lo creado. Todo está regido y dirigido en conformidad con sus planes. Todo tendrá su manifestación gloriosa en la venida escatológica de Cristo y la consumación de su reino. Entretanto esa esperanza se cumple, todo cuanto concierne a la vida del cristiano y la de la Iglesia está bajo el control del Señor. Asimismo los avatares que turban y con frecuencia afligen a los seres humanos no quedan fuera del conocimiento divino, no están por completo bajo la influencia de fuerzas malignas. En último término, todo está sometido a la supremacía del Altísimo. A todos llegan los favores de Dios. Son muy significativas las palabras de Jesús en el sermón de la montaña cuando afirmó que nuestro Padre hace salir su sol sobre malos y buenos y hace llover sobre justos e injustos (Mt. 5:45).
Esta soberanía de Dios se manifiesta también en su supremacía sobre los poderes humanos sobrenaturales, malignos: «principados, potestades, dominadores de este mundo de tinieblas, huestes espirituales de maldad...» (Ef. 6:12). Todas estas fuerzas carecen de poder para vencer cuando se enfrentan con el poder de Dios que asiste a sus hijos. ¡Cuán inspirado estuvo Lutero al componer la tercera estrofa de su famoso himno de la Reforma:
Aun si están demonios mil prontos a devorarnos no temeremos, porque Dios sabrá aún prosperarnos. Que muestre su vigor Satán y su furor. Dañarnos no podrá pues condenado es ya por la Palabra Santa.
Perplejidad ante las disparidades de la vida
La práctica totalidad de creyentes se ha planteado, más o menos seriamente, el problema de la teodicea, es decir, el modo como Dios gobierna el mundo, especialmente en la vida de sus hijos. ¿Por qué en situaciones análogas unos son librados de calamidades, mientras que otros en las mismas circunstancias han de ser víctimas de desgracias y duras aflicciones? Los primeros se consideran dichosos; los segundos deploran amargamente los padecimientos que la providencia les depara. Así vemos cómo el apóstol Jacobo y Esteban sufren muerte a manos de los perseguidores anticristianos. Por el contrario, Pedro, encarcelado y condenado a muerte por el Sanedrín, es milagrosamente sacado por un ángel liberador.
Podríamos multiplicar los ejemplos de calamidades catastróficas (guerras, naufragios, incendios, etc.) en los que compartiendo los mismos peligros hermanos o parientes cercanos, unos se salvaron y otros perecieron. ¿Por qué?
Recordemos un ejemplo más: el de José (Gn. 39-47), hijo de Jacob, en días del Antiguo Testamento. Los hermanos de José odiaban a su hermano, por lo que hicieron todo lo imaginable para acabar con el. Poco faltó para que su malévolo plan se realizara; pero Dios en su soberanía no sólo impidió que los planes fratricidas de los hermanos se llevaran a cabo, sino que dirigió el curso de los acontecimientos de modo que José fuera exaltado a la mas alta dignidad del país a excepción de la del faraón. Estrernecedoras son las palabras de José al final de su drama: «Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien para mantener en vida a mucho pueblo» (Gn. 50:20).
Ahondando en el misterio
Son muchos los creyentes que confiesan su ignorancia ante el sufrimiento, propio o ajeno. En muchos casos no ven que de él pueda derivarse alguna bendición. Más bien les nubla su mente la idea del amor y el poder de Dios. A semejanza de ateos y agnósticos declarados se dicen: Si Dios es perfecto, ¿por qué permite el sufrimiento humano? Si es bueno y no lo elimina es porque no puede; y si es todopoderoso y no libra de todo dolor, no podemos admitir que sea un Dios de amor.
Aunque comprensible en tiempos de aflicción, no es un razonamiento sabio pues quien cae en él pierde de vista que Dios, el Dios de la Biblia, puede ser -y es- un Dios de poder infinito y de amor sin tacha. Sin embargo, como sucede en otros campos del conocimiento humano, es mucho más lo que ignoramos que lo que sabemos. Así lo han reconocido algunos de los sabios más destacados que han sido creyentes notables, entre ellos Blaise Pascal, Isaac Newton; en nuestros días Werner von Braun, físico, cerebro del proyecto «Apolo». Ante el testimonio de estos personajes ¿no resulta ridicula la declaración del astronauta ruso Yuri Gagarin al regresar de su paseo espacial: «He recorrido el espacio lunar y no he visto a Dios por ninguna parte»? Sarcástico, pero revelador de una mentalidad más antirreligiosa que científica.
Mucho más objetiva resulta una de las declaraciones del físico astrónomo inglés Stephen Hawking, científico prestigioso y de agudos razonamientos. He aquí una de las frases contenidas en su libro Breve Historia del Tiempo: «El triunfo definitivo de la razón humana sería llegar a conocer el pensamiento de Dios».
Pero ese triunfo nos está temporalmente vedado. Como ha escrito Pablo Martínez Vila en El Aguijón en la Carne, «el sufrimiento es como una pintura surrealista; deja siempre ventanas abiertas al misterio, ventanas por donde entra la fe. Las respuestas al enigma del sufrimiento, aunque sean parciales, no las hallaremos ni en la introspección ni en la filosofía, sino en Aquel que dijo de sí mismo: "Yo soy la luz del mundo" (Jn. 8:12). Ahí se hace plena realidad la frase del salmista: «En tu luz veremos la luz» (Sal. 36:9).
Sí, hay misterios de la providencia que nunca llegaremos a comprender. Por ello hemos de pedirle a Dios que en su misericordia abra nuestros ojos espirituales para ver lo que nos es dado poder ver y robustezca nuestra fe para creer cuando no podemos entender. También los que dudan tienen promesa del Señor. Así lo aprendió Tomás cuando el Señor le dijo: «Porque me has visto, Tomás, has creído, más bienaventurados los que no vieron y creyeron» (Jn. 20:29).
José M. Martínez
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