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Diciembre 2009
Navidad
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El triunfo de la luz sobre las tinieblas

«Mas no habrá ya más oscuridad...
El pueblo que andaba en tinieblas ha visto una gran luz» (Is. 9:1-2)

La proximidad de la Navidad nos mueve a reflexionar sobre el más grandioso acontecimiento registrado en la historia de la humanidad. Deplorablemente ha sucedido con la celebración navideña como con otros grandes hechos registrados en la Biblia: ha perdido el fulgor de su significado. Hoy, en los países de Occidente con una mayoría cristiana puramente nominal -de cristianos solo ostentan el nombre- el nacimiento de Jesús es un mero recuerdo histórico que no evoca en su corazón prácticamente ningún pensamiento y sentimiento de gratitud a Dios. Sin embargo, para los cristianos auténticos la Navidad es la culminación del hecho más glorioso de la Historia: «De tal manera amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito para que todo aquel que en él crea no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Jn. 3:16).

La evocación del nacimiento de Jesús sólo es significativa en la medida en que se espiritualiza. De lo contrario, se convierte en folklore, en tradición huera, de modo que lo que debía ser una celebración eminentemente cristiana fácilmente se paganiza; lo que debía ser comunión viva del creyente con el Salvador se desvirtúa; el culto se vicia y altera; todo se tiñe de una filosofía hedonista: «Comamos y bebamos, que mañana moriremos». En vez de preocuparse del alimento espiritual que depara el mensaje navideño, se busca desmesuradamente comida y bebida que satisfaga la gula. Nota destacada en la Navidad es la iluminación que sobresale en muchos centros comerciales. ¿Para qué? ¿Para alegrar la vista de quienes visitan su establecimiento? No; generalmente para atraer y captar a posibles nuevos clientes; todo es pura actividad de marketing. En el fondo, otra forma de ensombrecer la belleza de la luz. De ese modo se dificulta que la gloria del menaje de la Navidad llegue al mundo que Dios quiere salvar.

¿Cuál es entonces el significado espiritual de la Navidad? Se puede resumir en una sola frase, la que encabeza este artículos: el triunfo de la luz sobre las tinieblas. Veamos la dramática historia de este gran acontecimiento: ¿Qué simboliza la luz del mismo?

La oscuridad: génesis y propagación del pecado

En la Biblia la palabra «tiniebla», o «tinieblas», se usa para expresar adversidad, peligro, temor; también ignorancia, injusticia, sufrimiento de diversa índole, inseguridad. Éste es el paisaje moral de la sociedad de nuestro tiempo, una sociedad atormentada por múltiples recodos oscuros. Infinidad de personas sufren de una u otra forma el mal de nuestra época: el azote de las crisis. Pueden ser crisis económicas, políticas, morales, incluso religiosas, pero todas tienen algo en común: se viven como un túnel oscuro. Por ello, muchos andan a tientas buscando alguna luz en medio de tanta oscuridad. Otro de los males que oscurecen la vida de muchas personas es la inseguridad y el temor ante el deterioro creciente de valores fundamentales: debilitamiento de los lazos afectivos, especialmente el del matrimonio y la devaluación de la familia, de modo creciente amenazada por la ruptura de los lazos conyugales.

¿De dónde viene esta oscuridad? ¿Cual es el origen último de las tinieblas?

El relato bíblico de la creación nos enseña el camino que llevó a la oscuridad. Comienza con una declaración lapidaria: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra» (Gn. 1:1). A continuación se inició un proceso de desarrollo que culminó con la creación del ser humano, exponente de la bondad del Creador. Según su propio testimonio, «vio Dios que todo lo que había hecho era bueno en gran manera» (Gn. 1:31).

Pese a tanta bondad por parte del Creador, el hombre correspondió con un acto de abierta rebeldía. Dando crédito a un espíritu maligno, quiso ser igual a Dios y, desobedeciéndole, acarreó sobre sí el juicio condenatorio de Dios. No sólo perdió su favor, sino que empezó a vivir perdidamente enredándose en relaciones de mentira (Gn. 3). A la mentira siguieron los celos, el odio contra el hermano y finalmente la muerte violenta de éste. Como escribió el apóstol Pablo, «El pecado entró en el mundo por un hombre y por el pecado la muerte: así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron» (Ro. 5:12). Había ocurrido lo que con razón escribió el poeta Nicolaus Lenau: «Suprimid a Dios y se habrá hecho la noche en el alma humana».

Así pues, la esencia del pecado es el divorcio de Dios, el cual comporta desacato de su autoridad y desobediencia de sus leyes. El hombre desvinculado de Dios se entrega a sí mismo y a la influencia de poderes malignos, dándole la razón al pensador inglés Chesterton: «Cuando el hombre deja de creer en Dios, no es que no crea nada, cree en cualquier cosa».

¿Hay una alternativa a este panorama de oscuridad? Las palabras de Isaías apuntan a la solución: «El que anda a oscuras y carece de luz, confíe en el nombre del Señor y apóyese en su Dios» (Is. 50:10).

La luz divina irrumpe en la oscuridad humana

Dios en su misericordia no quiso dejar al ser humano sumido en su oscuridad existencial y moral. En el drama de la historia, la última palabra no la tiene el hombre rebelde, sino Dios mediante la acción reveladora y redentora de su Hijo, el «Verbo» -Palabra- mediante la cual ha dado a conocer a la humanidad su plan de salvación: la obra expiatoria y reconciliatoria de Cristo. Ahí empezó la Navidad: «el Verbo era la luz verdadera...» (Jn. 1:9). Y esa luz trae salvación a los seres humanos, muertos en sus pecados. Cuando Jesús dijo: «Yo soy la luz del mundo» (Jn. 8:12) estaba revelando lo más glorioso de su persona y de su obra. Su luz irradia en todas las facetas de la redención humana. Muestra lo maravilloso de la reconciliación del hombre con su creador; la justificación del pecador ante Dios; la santificación que transforma el creyente en una nueva creación y hace posible aplicar a la vida practica los principios morales del Evangelio; la filiación divina en virtud de la cual es hecho hijo de Dios, la glorificación que hace a los creyentes perfectamente semejantes a su Salvador y Señor (Col. 3:1-4).

Los destellos de la fe y la vida cristiana que acabamos de mencionar constituyen la esencia del Evangelio. Y la de ser cristiano. El que dijo: «Yo soy la luz del mundo» también declaró: «Vosotros sois la luz del mundo» (Mt. 5:14-16).

¿Irradiamos nosotros esa luz o dejaremos que se desvanezca bajo la influencia de un mundo ajeno al gozo de la verdadera Navidad?

José M. Martínez
 


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