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Desde el púlpito de la cruz

«Las Siete Palabras» de Jesús en la cruz

El más grande mensaje predicado jamás, y el de consecuencias más trascendentales, se pronunció desde un lugar insólito: una cruz. Los Evangelios nos presentan a Cristo como maestro singular. Una de sus singularidades era el modo de aprovechar todos los lugares que podían servirle de púlpito para comunicar sus enseñanzas a sus oyentes (la altura de un monte o el respaldo de un pozo, por ejemplo). Y el último de sus mensajes, el más importante, fue desde una cruz. Lo que había enseñado en diferentes lugares y con diversidad de auditorios lo resumió en un solo día. Fue el sermón más largo, duró unas seis horas, y el de menos palabras, sólo siete frases que resumen toda la grandiosidad de su obra en el mundo.

Desde este púlpito los intervalos silenciosos de agonía, tan elocuentes como las palabras, se ven interrumpidos por siete frases memorables conocidas como «Las Siete Palabras». Pese al laconismo del Maestro, estas palabras expusieron lo esencial de las más grandes enseñanzas que han llegado a oídos humanos. Constituyen una síntesis de lo enseñado por él en la tierra, un despliegue sublime de su obra. Veamos cómo cada una de esas frases alude a distintos aspectos de nuestra redención.

La base de la salvación

«Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc. 23:34)

El perdón de los pecados por la gracia de Dios es la base de la salvación. Al atender a la súplica de su Hijo amado -«Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen»- Dios mostró una magnanimidad inaudita a favor de quienes ultrajaban a su Hijo y pedían su muerte a gritos. No es que Jesús en aquellos momentos hubiese perdido de vista la gravedad del pecado, no estaba abogando por un perdón barato. Su compasión no estaba reñida con la perfecta justicia divina que requería, como veremos después, la abnegada entrega de su vida en expiación por el pecado para todos los seres humanos. Y para que nadie se llamara a engaño, en cierta ocasión, cuando algunos le contaban acerca de los galileos «cuya sangre Pilato había mezclado con los sacrificios de ellos», respondiendo Jesús, les dijo: «¿Pensáis que estos galileos, porque padecieron tales cosas eran más pecadores que todos los gentiles? Os digo no, antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente» (Lc. 13:1-5).

La seguridad de la salvación

«De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc. 23:43)

La segunda «palabra» va dirigida al ladrón arrepentido. Con ella, Jesús enseña cómo el perdón divino asegura la salvación en todas sus facetas. A destacar que es una salvación inmediata -«hoy»- y gloriosa -«en el paraíso». Y aún más gloriosa es por cuanto se manifiesta en la presencia de Cristo -«conmigo»- y de los redimidos glorificados, así como en la «compañía de muchos millares de ángeles» (Heb. 12:22-23) que adoran y sirven al Salvador, a la par que son «para servicio». No podría pensarse en compañía más selecta. Ni más útil, pues los ángeles son «administradores de los santos redimidos a favor de los que serán herederos de la salvación» (Heb. 1:14).

Pero esta salvación requiere dos actitudes de nuestra parte como así lo entendió el malhechor crucificado:

  • la convicción de pecado: «nosotros justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos» (Lc. 23:41). A ella nos guía el santo temor de Dios: «¿Ni aun tú temes a Dios...?»
  • la invocación de Cristo. Este hombre, tras reconocer sus faltas arrepentido, con una frase tan apasionada como eficaz imploró: «acuérdate de mí cuando vengas en tu reino» (Lc. 23:42). ¡Trascendental petición! Invocar a Cristo es imprescindible para la salvación. Se cumplía así lo escrito el apóstol Juan: «Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él» (Jn. 3:17).

Una salvación completa

«Mujer, he ahí tu hijo» (Jn. 19:25-27)

Jesús no sólo hacía provisión espiritual para los que se iban con él a través de la muerte, el malhechor. También se preocupó de las necesidades temporales de sus seres queridos: su madre María y su discipulo amado, Juan, hermano de Jacobo. La espiritualidad de Jesús no es un sentimiento místico que prescinde de las necesidades físicas propias de seres con cuerpo y alma que se mueven en un mundo hostil. Cristo nos muestra aquí cómo la verdadera espiritualidad nos hace más humanos. Nada como la protección del Salvador hacia sus redimidos. Esta «palabra» de Jesús en la cruz nos lleva a la conclusión de que el Señor cuida de los suyos en el sentido más pleno.

Como el pastor protege a sus ovejas, así Cristo protege a su pueblo. Como resultado, la salvación no es sólo cosa del futuro, sino que tiene ya una parte importante aquí en la manifestación de su cuidado, de su instrucción, de su providencia, de su gracia, todo bajo el ministerio de su Santo Espíritu.

El precio de la salvación

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt. 27:46)

Llegamos al punto más enigmático en la vida de Jesús y a la culminación de su sufrimiento físico, moral y espiritual: la separación del Padre. No existe mayor soledad que ésta. El sentirse abandonado por su Padre -Dios- era la mayor angustia que podía experimentar en aquellas horas de tortura.

Los judíos estaban familiarizados con los sacrificios cruentos en que el sumo sacerdote ofrecía sacrificios en expiación por sus propios pecados y por los del pueblo. Pero, como bien afirma el autor de la carta a los Hebreos, estos sacrificios sólo tenían un valor ritual, simbólico, ineficaz para una auténtica purificación y propiciación en espera de la obra redentora de Cristo (Heb. 10:1-12).

Ahora la pregunta angustiosa de Jesús sólo tiene una respuesta: debe ser abandonado porque en la cruz asumía la deuda moral de la humanidad cargando con sus pecados. De este modo se efectuaba una obra de propiciación en virtud de la cual Dios nos reviste de su justicia y nos otorga la salvación (Ro. 3:24-26). Con varios siglos de antelación el profeta Isaías describió la imagen del Siervo-Mesías, el Cristo redentor, y de modo vívido destacó los agudos sufrimientos del que había de ser nuestro Salvador (Is. 53:3-8).

No es extraño que en aquella hora Jesús concentrara todo su sufrimiento y su angustia profunda en una sola frase: «sed tengo» (Jn. 19:28). Sólo «el fruto de la aflicción de su alma» podría apagar esa sed (Is. 53:11).

La consumación de la salvación

«Consumado es» (Jn. 19:30)

La vida de Jesús se extingue. Sus sufrimientos cesan. Su humillación está a punto de trocarse en gloria (Fil. 2:5-11). Todo obstáculo para que el hombre se allegue a Dios está siendo eliminado. Ahora lo único que falta para hacer efectiva la obra de la salvación es la fe, la confianza plena en la obra redentora de Jesucristo y la sumisión a su Palabra y a la dirección por la acción de su Espíritu. Por parte de Cristo, hubo suficiente con un texto de los salmos:

«En tu mano encomiendo mi espíritu» (Sal. 31:5)

Bendita frase... Bendita fuente de paz para el Salvador y para los salvados, nosotros. Bendita cruz y, consumada en ella, la redención de millones de seres humanos. Ciertamente, fue el más grande sermón predicado jamás.

José M. Martínez
 

Como lectura complementaria recomendamos:
«Las Siete Palabras en la cruz, el sermón supremo de Jesús» por Pablo Martínez Vila
«Getsemaní: Lecciones de Jesús en el jardín de las lágrimas» por Pablo Martínez Vila


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