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Septiembre-Diciembre 2013
Navidad
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Dios en el sufrimiento humano

«Si vuelves atentamente la vista atrás,
comprenderás cosas que entonces no entendiste,
a la manera que, tras mirar largamente al cielo,
se descubren una por una multitud de estrellas
donde antes sólo se veía la oscuridad»
Albert Schweitzer(1)

Nota introductoria: Este artículo viene a ser la continuación del Tema del mes de diciembre del año pasado: El sentido de la Navidad: Dios ha bajado a sufrir con nosotros. Puede parecerle sorprendente al lector que ahondemos en la temática del sufrimiento en estas fechas justo cuando la gente busca lo contrario: distraerse y olvidar sus penas por unos días. Nos mueve a ello una doble razón: Por un lado, para muchas personas la Navidad es un tiempo triste, un tiempo de dolor vivido en silencio. La otra razón es aún más vital: es tiempo de consuelo, una oportunidad de encontrar el sentido de la vida en medio de tanto sinsentido porque el mensaje de la Navidad es, en esencia éste: Dios se hace hombre para bajar a sufrir con nosotros.

La acción de Dios en el sufrimiento contiene a la vez misterio y consuelo. De hecho, contiene mucho más consuelo que misterio. En los primeros momentos, cuando el golpe del dolor es reciente, predomina el misterio. La pregunta más frecuente -y la más comprensible- es «¿por qué?» y, sobre todo, «¿por qué a mí?, ¿qué he hecho yo para merecer esto?». Pero a medida que nos adentramos en la dura travesía del sufrimiento, vamos percibiendo poco a poco más consuelo que misterio. Siguiendo el símil de Albert Schweitzer, es como una ventana que se abre a un paisaje de noche: yo puedo fijarme en la oscuridad o en las estrellas, en el zarpazo desgarrador de la prueba o en el bálsamo del consuelo divino. El propósito de este artículo es ayudar al lector a fijarse mucho más en las «estrellas» que en la oscuridad de la noche y descubrir la presencia de Dios en medio de las tormentas de la vida.

La oración modelo en la prueba: «Que tu fe no falte»

Muchas son las preguntas de la persona que sufre, pero hay una de capital importancia: ¿dónde está Dios ahora? De su respuesta va a depender que salgamos del horno de fuego fortalecidos o destruidos. Nuestra fe puede ser «purificada» por la prueba (1 Pe. 1:7), pero también «chamuscada» (Mt. 13:21). Especial relevancia tienen en este sentido las palabras del Señor Jesús a Pedro poco antes de Getsemaní, avisándole de horas difíciles: «Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo; pero yo he rogado por ti que tu fe no falte» (Lc. 22:31-32). ¡Formidable oración! Ante la inminencia del sufrimiento, el Señor podía haber pedido muchas cosas para sus apóstoles, por ejemplo, que el Padre les evitara la prueba, que proveyera una salida adecuada, o que fuera lo más breve posible; todo ello entraría dentro de las peticiones legítimas de un creyente abrumado por el dolor. Tampoco Jesús se entretiene en darle explicaciones sobre las aflicciones que se avecinaban: el cómo, el por qué, cuánto tiempo, etc. Se limita a una frase tan breve como elocuente; su ruego encarecido es «que tu fe no falte». Estamos aquí ante una auténtica oración modelo en la prueba. Ésta es la súplica que todo creyente puede y debe hacer. Tenemos, además, el inmenso privilegio de saber que el mismo Señor que rogó por Pedro sigue intercediendo por nosotros desde la diestra del Padre (Ro. 8:34; Heb. 7:25). La oración de Jesús por Pedro sigue vigente hoy para todos los que son zarandeados por Satanás.

¿Por qué el Señor ora así? Jesús quería enseñarle a Pedro una «lección» esencial: en la hora del sufrimiento lo más importante no es entender enigmas, sino encontrar a Dios; la pregunta clave no es «¿por qué Dios...?», sino «¿dónde está Dios ahora?». Cuando la tormenta arrecia, la fe es el bien supremo a preservar y a cultivar. Ello es así por muchas razones: en la prueba la fe es la columna que nos sostiene, es el alimento que nos fortalece, es la luz que alumbra nuestra oscuridad, es el vínculo inquebrantable que nos mantiene unidos a Cristo (Ro. 8:38-39). Pero hay una razón que viene primero: la fe es el mayor tesoro que puede tener el creyente, es el bien más preciado a guardar. En palabras del mismo Pedro (¡lo había aprendido bien!) la fe es «mucho más preciosa que el oro». Por ello, cuando atravesamos «el valle de sombra» lo primordial es cuidar tu fe, «que tu fe no falte».

Teresa de Avila, la gran autora mística española, lo describe con este sentido verso:

«Si a Dios tienes, ¿qué te falta?
Y si Dios te falta, ¿qué tienes?»

Nosotros no podemos evitar la prueba, pero sí que la prueba nos destruya. ¿En qué sentido? Está en nuestras manos impedir que dañe nuestra fe, que nos aleje de Dios, que haga menguar nuestra confianza en el Todopoderoso. Para ello contamos con la promesa firme de que Dios camina a nuestro lado: «Cuando pases por las aguas... no te anegarán. Cuando pases por el fuego, no te quemarás ni la llama arderá en ti... No temas porque yo estoy contigo» (Is. 43:2,5). La promesa no es que saldrás «seco, sin mojarte», sino que no te ahogarás porque Él está contigo. Dios no promete librarnos siempre de la prueba (muchas veces lo hace, aún sin nosotros saberlo), pero sí de sus efectos destructivos. En consecuencia, nuestra mayor preocupación debe ser que el fuego no nos destruya, pasar por las aguas sin ahogarnos, es decir que nuestra fe no falte. Como el Señor mismo advirtió «no temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar» (Mt. 10:28). Si en la prueba «tu fe no falta», estarás preservando tu mayor patrimonio personal, la herencia que perdura para siempre (Sal. 23:4).

La luz sólo se encuentra en la luz: la fe, lámpara en el sufrimiento

Hay una segunda razón por la que la fe es tan vital en la hora de la prueba: ilumina la mente y abre el corazón. Es la lámpara que nos guía en la noche oscura de la tormenta. Nos ayuda a responder a otra pregunta esencial: «¿cómo puedo entender lo que me pasa?». El sufrimiento es un camino lleno de recodos de sombra y de penumbra, pero también con rayos de nítida luz que nos ayudan a ver más allá de la realidad aparente que es el dolor del momento. El sufrimiento es como una pintura surrealista: deja siempre ventanas abiertas al misterio, ventanas por donde entra la fe. Ahora bien, estos recodos de sombra sólo desaparecen en la presencia de Dios cuando su luz disipa toda penumbra. Es imposible encontrar luz en la oscuridad. Las repuestas al enigma del sufrimiento, aunque sean parciales, no las hallaremos en la introspección ni en la filosofía, sino en Aquel que dijo de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo» (Jn. 8:12). Ahí se hace plena realidad la frase del salmista: «En tu luz veremos la luz» (Sal. 36:9). Ello acontecerá de forma absoluta, perfecta, cuando estemos en su presencia, como describe Isaías de forma muy bella: «No se pondrá jamás tu sol, ni menguará tu luna; porque Jehová te será por luz perpetua, y los días de tu luto serán acabados» (Is. 60:20). Pero aún ahora, de manera incompleta, penetran rayos de luz que nos ayudan a comprender aspectos vitales en la hora de la prueba.

Por tanto, la fe, por sencilla que sea, es un requisito imprescindible para empezar a comprender los misterios del sufrimiento. No nos referimos a una «fe tapa-agujeros», una fe opuesta a la razón; nos referimos más bien a la fe de Pascal quien afirmó: «El corazón tiene razones que la razón no comprende».

Dios sufre con nosotros: las lágrimas de Dios en la tierra

La fe, en tercer lugar, me permite descubrir que Dios está a mi lado y sufre conmigo. «¿Dónde está Dios ahora?». Decíamos al principio que esta pregunta es la clave para salir fortalecidos de la prueba y no destruidos. Dios nos puede parecer lejano y mudo, pero su lejanía y su silencio son sólo aparentes. Dios está ahí, ahí mismo, porque Él llora con nosotros. Hay suficiente evidencia en la Biblia para afirmar que Dios no sólo sufrió en Cristo, sino que sigue sufriendo con su pueblo hoy. En mi sufrimiento, Dios no es impasible como una piedra, sino sensible como un sismógrafo. El más leve suspiro, el más tenue gemido queda registrado en su corazón. Ninguna lágrima que corra por mi mejilla le pasa inadvertida al Dios que ha dicho: «En toda angustia de ellos él fue angustiado» (Is. 63:9). Y a través del profeta Oseas nos consuela con estas emotivas palabras: «¿Cómo podré abandonarte...? Mi corazón se conmueve dentro de mí, se inflama toda mi compasión» (Os. 11:8). Es difícil encontrar una expresión más intensa de simpatía, comprensión e identificación.

Dios conoce mi sufrimiento no sólo en el sentido de saber, estar informado, sino en el sentido vivencial: lo vive conmigo: «Bien he visto la aflicción de mi pueblo... y he oído su clamor a causa de sus exactores; pues he conocido sus angustias...» (Éx. 3:15). La palabra conocer en hebreo implica un conocimiento experimental. La idea de que Dios no sufre -la doctrina de la impasibilidad- no tiene base bíblica. La esencia misma del carácter de Dios -que es amor- descarta esta noción. Es algo lógico: si Dios fuera incapaz de sufrir, sería también incapaz de amar. El que no llora no ama; el que ama, llora.

Como alguien ha dicho, «un Dios impasible sería un iceberg infinito de metafísica». La idea del Dios sufriente es exclusiva del cristianismo, no se encuentra en ninguna otra religión. Buda, por ejemplo, se nos aparece como alguien con una mirada fría, hierática; cruzado de brazos, transmite una inmensa sensación de lejanía y de impasibilidad. ¡Qué contraste con el Cristo de la cruz, «el varón de dolores, experimentado en quebranto... herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados» (Is. 53:3,5)!

Llegar a descubrir el propio dolor de Dios en mi dolor es un paso decisivo para que «tu fe no falte». Si el sufrimiento en el mundo hace la fe en Dios difícil, el sufrimiento de Dios conmigo convierte la fe en algo revolucionario. Pero esto no es algo que se pueda entender sólo con la cabeza, una mera idea; es una experiencia personal e intransferible que transforma el corazón y a la que sólo se puede acceder desde la fe. La respuesta última al enigma del sufrimiento no se encuentra en el debate intelectual, sino en el encuentro personal con el Cristo sufriente de la cruz.

Dios ha actuado: la cruz de Cristo, respuesta última al enigma del mal

«¿Qué hace Dios por remediar tanto sufrimiento?» La respuesta a esta última pregunta nos abre la puerta de par en par para ver la luz del Evangelio antes apuntada. En el drama del sufrimiento humano Dios no se limita a una empatía intensa, sino que ha dado pasos muy concretos. No se comporta sólo como un espectador sensible, sino como un actor comprometido. Volvamos al texto de Éxodo: «Bien he visto la aflicción de mi pueblo... y he oído su clamor a causa de sus exactores; pues he conocido sus angustia y he descendido para librarlos». Dios ha bajado a la tierra encarnado en Cristo.

Ahí es donde encontramos la respuesta última al dilema del sufrimiento: en la cruz de Cristo. Personalmente hago mías las palabras de John Stott al respecto: «Yo personalmente nunca podría creer en Dios, si no fuera por la cruz. El único Dios en el que creo es Aquel que Nietszche ridiculizó como El Dios de la cruz»(2). La identificación de Dios con la tragedia del ser humano queda perfectamente plasmada en el nombre Emmanuel, Dios con nosotros. El Cristo que hoy sufre conmigo es el mismo que un día sufrió la muerte más ignominiosa. Los sufrimientos de Cristo, aparte de su valor expiatorio de nuestros pecados, le confieren una autoridad moral incuestionable para ayudarnos. Nadie puede acusar a Dios de no saber lo que es sufrir. En la cruz Cristo experimentó el sufrimiento humano en su máxima expresión, tanto física como moral. Nadie ha sufrido más que él. Si alguien duda de la bondad o el amor de Dios, acérquese al drama de la cruz. Tenía mucha razón Dietrich Bonhoeffer, víctima del espantoso aguijón de los campos de concentración, al escribir poco antes de su ejecución: «Sólo el Dios sufriente puede ayudar».(3)

Esta confianza es la que me lleva a decir: «Señor, yo no sé ni entiendo por qué; pero tú sí lo sabes, tú lo sabes todo, y esto es lo que de verdad me importa». Don Carson en su libro «Hasta cuando, Señor» repite varias veces esta pregunta: «Cuando sufrimos, algunas veces habrá misterio. ¿Habrá también fe?» Y al final da la respuesta: «Sí, habrá fe si nuestra atención se centra más en la cruz que en el sufrimiento mismo».(4)

Pablo Martínez Vila
 

Notas al pie

(1) Sermón de Año Nuevo, 1920 - volver

(2) John Stott, The Cross of Christ, Intervarsity Press, Leicester, p.335 - volver

(3) Dietrich Bonhoeffer, Letters and Papers, p. 361 - volver

(4) Don Carson, How long, oh Lord: reflections on suffering and evil, Intervarsity Press, Leicester, 1990, p. 178, 179, 194-195. - volver


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