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Ansiedad: cuando los pilares tiemblan...

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Cuando tiembla la tierra, con todos sus habitantes, soy yo, Dios, quien afirma sus columnas (Salmo 75:3 NVI).

Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti (Dios) persevera (Isaías 26:3).

La incertidumbre, la inquietud, la inseguridad son nuestras compañeras inseparables en estos días en un mundo afligido por la pandemia. No podemos quitarnos de encima una extraña y molesta sensación de opresión, a veces tan intensa que parece como si el aire nos faltara. “No puedo más, me ahogo”. Sí, es ansiedad, es angustia. Vivir con ansiedad es como atravesar un desfiladero estrecho entre montañas, con poca luz y mucho riesgo (la palabra angustia, del original angustus, significa estrecho, angosto). Hay peligro, pero sobre todo hay incertidumbre e inquietud: ¿qué pasará?

Los pilares de nuestra vida tiemblan y parece que el mundo vaya a hundirse bajo nuestros pies. Cuando más seguros y autosuficientes nos sentíamos, un virus nos ha recordado la fragilidad de la vida y nos ha puesto cara a cara con la muerte. Nunca antes nuestra generación en Occidente había vivido una situación de tanta inseguridad en tantas áreas a la vez (la salud, el trabajo, la economía, nuestros valores).

Todo ello nos obliga a buscar pilares más sólidos, pilares que no estén a merced de la primera tormenta fuerte. ¿Qué es lo realmente importante, lo esencial, en esta vida? ¿Cómo puedo aliviar esta ansiedad que no me deja?

¿De dónde viene la ansiedad? La ansiedad es un problema pluridimensional donde se mezclan factores sociales, psicológicos, biológicos y espirituales. No podemos desdeñar ninguno de ellos, de modo que el sociólogo, el psicoterapeuta o el médico psiquiatra pueden ayudar a paliar la ansiedad. Sus contribuciones terapéuticas son bienvenidas. Sin embargo, ninguno de ellos puede llegar al fondo del problema, al sótano donde se origina la ansiedad. Ni una sociedad mejor, ni una mente más equilibrada, ni una bioquímica cerebral más sana podrán acabar nunca con la ansiedad del ser humano. ¿Por qué?

La causa última de ansiedad radica en la falta de significado y propósito en la vida. ¿Para qué vivo? ¿Qué sentido tiene mi vida? La falta de respuesta satisfactoria a estas preguntas conlleva una ansiedad profunda que se experimenta como una sensación de desorientación vital y de vacío. Lo llamamos ansiedad existencial. No es casualidad que uno de los libros más leídos en la segunda mitad de siglo XX haya sido “El hombre en busca de sentido” del psicoterapeuta Viktor Frankl, superviviente de los campos de concentración. Reconocidos pensadores, creyentes y no creyentes, identifican el problema básico de la persona como la ausencia de significado vital.

El amor no lo cura todo. Obviamente esta ansiedad va mucho más allá de unos síntomas clínicos (ataques de pánico, pensamientos obsesivos, fobias, etc.) y no se puede explicar en términos de un problema médico, psicológico, biográfico o social. Es un vacío que nada parece llenar, un vacío descrito por el autor del Eclesiastés como vanidad de vanidades, todo es vanidad (Ec. 1:2). Sartre fue aún más lejos y se refirió a este malestar interior como “la náusea”. Algo falta y algo falla.

¿Cómo tratar esta inquietud profunda que no se alivia con ansiolíticos ni con psicoterapia ni con reformas sociales? Según los psicoterapeutas existenciales la solución radica en encontrar relaciones significativas y enriquecedoras. La clave terapéutica, dicen, se encuentra en una relación genuina con el prójimo, una relación donde haya amor recíproco. Éste el principal instrumento de curación.

Este punto de vista coincide, en parte, con el diagnóstico bíblico. Dios creó a los seres humanos con una gran necesidad de relaciones. No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él (Gn. 2:18). En tanto que creados a imagen y semejanza de Dios, nacemos con un profundo deseo de contacto con un “tu”. El confinamiento recién vivido ha puesto de manifiesto cuán importantes son las relaciones. El aislamiento nos marchita como una planta sin agua.

La “Nostalgia del Absoluto”. La realidad, sin embargo, nos muestra que muchas personas con relaciones sociales satisfactorias no tienen paz, les falta esa armonía interior que la Biblia llama Shalom. La relación con el prójimo, por buena que sea, no acaba de llenar ese vacío. Persiste la inquietud, se echa de menos un “algo” difícil de describir. George Steiner, destacado pensador agnóstico contemporáneo, se refiere a este vacío como una nostalgia del Absoluto. Según él, esta nostalgia es resultado del vacío moral que hay en la cultura occidental por el declive de las religiones convencionales. Steiner ciertamente apunta en la dirección correcta.

El “vacío en forma de Dios”. Blaise Pascal fue más lejos que Steiner. El gran científico francés describió esta idea con un memorable pensamiento:

En el corazón de todo hombre existe un vacío en forma de Dios que no puede ser llenado por ninguna cosa creada sino solo por Dios el Creador, dado a conocer a través de Jesucristo.

Lo que añoramos no es un algo, es un Alguien. Pascal, profundo conocedor de la Biblia, sin duda debió inspirarse en el salmista que describe esta ansiedad existencial con penetrantes palabras:

Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo (Sal. 42:1-2)... En Dios solamente está acallada mi alma, en Dios solamente reposa (Sal. 62:1, 5)... Mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela en tierra seca y árida donde no hay aguas (Sal. 63:1).

El problema no es que algo falla sino que Alguien falta. El hombre puede proclamar la muerte de Dios, como hizo Nietzsche, pero no puede eliminar su sed de Dios. Encontramos aquí la respuesta última a la ansiedad: nuestra necesidad de relaciones es bidireccional, con el prójimo y con nuestro Creador. Necesitamos relacionarnos con un “tú” humano, pero también con el Tú divino, Dios. Así era la situación original del hombre. No sorprende, por tanto, que el eminente psiquiatra C.G. Jung dijera nunca he visto un solo caso de neurosis que finalmente no tuviera un origen existencial.

La separación de Dios es la causa última de ansiedad. Según el relato bíblico, al principio no existían los problemas emocionales; no había miedo, ni vergüenza, ni dolor en la situación original en la que Dios puso al ser humano. La relación cercana con el Creador le daba plenitud de vida y completa paz.

La ansiedad surgió tan pronto como se alejó de Dios. Observemos el texto bíblico: tuve miedo... y me escondí (Gn. 3:10). Hay una relación causa-efecto: la primera mención de la ansiedad en la historia aparece cuando el ser humano rompe su relación con el Creador y se esconde de Él. A partir de entonces, el hombre tiene conflictos en todas sus relaciones: consigo mismo, con el prójimo y con la naturaleza.

Empezaba así la noche oscura del alma sin Dios en acertada expresión del místico San Juan de la Cruz. El viaje por la vida lejos de Dios, errante y sin luz, deviene un camino desasosegado e inquieto. Buscamos un lugar, pero no sabemos cuál, queremos llegar, pero no sabemos dónde. Una misteriosa añoranza, la sed del salmista, nos acompaña sin cesar. Es la añoranza del Creador. Lejos de Dios, en la provincia lejana del hijo pródigo, en nuestro destierro voluntario, la única alternativa, como el hijo de la parábola, es volver en sí y regresar a casa, a la casa del Padre.

Un Padre que nos da confianza y un ancla que nos da esperanza

Es aquí donde la fe cristiana se convierte en el bálsamo que llega al sótano del alma, allí donde no puede alcanzar ningún recurso humano. La fe nos proporciona de forma suprema los dos recursos terapéuticos que calman la ansiedad profunda: un Padre que nos da confianza y un ancla, Jesucristo, que nos da esperanza. Ambos recursos son una fuente generadora de paz, el antídoto por excelencia de la ansiedad.

La ansiedad existencial requiere, ante todo, una esperanza firme, una esperanza que no sea utopía sino firme y segura ancla del alma (Heb. 6:19). Esta ancla se encuentra en la persona y la obra de Jesucristo. Es una esperanza firme y segura porque no se fundamenta en sentimientos subjetivos -“una experiencia religiosa”- sino en hechos objetivos. El Evangelio es ante todo el testimonio de un hecho histórico: Cristo murió por nuestros pecados y resucitó con poder venciendo la muerte (Hch. 4:33). No es casualidad que el apóstol Pablo se refiera siempre a los aspectos básicos de la fe con el verbo “sabemos”; no dice imaginamos, intuimos o sentimos.

Esta esperanza disipa la inseguridad y la incertidumbre, núcleo de la ansiedad y nos saca del desfiladero estrecho, del pozo de desesperación (Sal. 40:2). Ello nos lleva a una paz profunda, la paz que nos permite decir como el salmista en medio de un gran peligro: En paz me acostaré y asimismo dormiré porque solo tú, oh Señor, me haces vivir confiado (Sal. 4:8).

Vivir confiado. Ahí tenemos el segundo gran recurso que alivia nuestra ansiedad es la confianza en un Dios personal. Es el Dios que se complace en llamarse Padre y en llamarnos hijos. Es el Dios del que Jesús mismo afirmó:

Por tanto os digo: No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas? (Mt. 6:25-26).

Notemos, para concluir, que ambos recursos, la confianza y la esperanza, han de ser cultivados, renovados. Al igual que la sed física, la sed de Dios requiere beber con regularidad. Ello se consigue a través de una relación personal y continuada con Dios mediante la oración. La oración, gran privilegio, es un “cara a cara con Dios” (coram Deo). Su efecto terapéutico es incomparable porque restaura el contacto personal con el Creador, nos devuelve a la relación original perdida. Así, la oración nos permite reconstruir los cimientos de nuestra existencia y le devuelve a la vida humana su verdadero propósito: disfrutar de la relación con Dios.

La oración, además, es terapéutica porque es fuente de paz, tiene un valor ansiolítico insuperable (como nos enseña el rico texto de Filipenses 4:4-8). A diferencia de las formas orientales de meditación, la oración meditativa del cristiano no busca vaciarse y desconectar, sino llenarse y conectar con Dios y con su Palabra, no pone la mente en “punto muerto”, sino que pone los ojos en Jesús (Heb. 12:2). Esta meditación es fuente suprema de paz porque, como dice el profeta Isaías, tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti (Dios) persevera (Is. 26:3).

Si, el Evangelio proporciona el antídoto supremo contra la ansiedad porque sólo Cristo, la imagen del Dios invisible, puede llenar ese “vacío en forma de Dios”. Y al hacerlo nos da también su paz tal como prometió a sus discípulos: La paz os dejo, mi paz os doy (Jn. 14:27).

Cuando los pilares de la tierra y de mi vida tiemblan, el cristiano recuerda que Yo, Dios, sostengo sus columnas (Sal. 75:3). Por ello, como el salmista, decimos confiados:

En el día que temo, yo en ti confío (Sal. 56:3)

Pablo Martínez Vila
 

Como lectura complementaria recomendamos:
La ansiedad a la luz de la Biblia por Pablo Martínez Vila.

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